27 de noviembre 1930

La historia de los Larancuent, del valor suicida de Alberto Larancuent Ramírez y varios de sus hijos es algo que causa admiración y parte el alma.

Alberto Larancuent había estado preso por oponerse a la farsa electoral que culminó con el triunfo de Trujillo el 16 de mayo de 1930 y la juramentación de Trujillo y Estrella Ureña el 16 de agosto del mismo año.

Lo soltaron para darle muerte, para dar un ejemplo, otro de muchos ejemplos a los opositores. El hecho ocurrió un mes después de la toma de posesión y apenas unos meses después del escandaloso asesinato de Virgilio Martínez Reyna, cuando todavía la bestia no se había juramentado. Muchos otros crímenes no figuran en los libros de contabilidad de la historia, pero la bestia chorreaba sangre por ojos, boca y nariz desde los inicios de su carrera de cuatrero, guarda campestre, asaltante, violador de menores y sobre desde que se puso al servicio de las tropas de ocupación del imperio en la llamada Guardia Nacional.

Al temerario Alberto Larancuent lo balearon, le cayeron a balazos en público, como para que la gente viera que el brazo de la bestia no tenía pudor ni reparos. Un siniestro personaje lo baleó a traición, por la espalda, mientras conversaba de noche con amigos en el parque Colón, y el primer disparo lo alcanzó en la nuca.

Alberto Larancuent escucharía el disparo, sentiría un dolor confuso, un hierro al rojo vivo a flor de piel, y se sorprendería quizás en el primer momento, antes de entender que la muerte lo buscaba y lo encontraba.

Larancuent se volvió con el rostro descompuesto: ¿Habrá tenido en ese momento un arrebato de furia, uno de esos que impulsan a luchar como las fieras cuando se sienten heridas de muerte? Quizás invadido por la rabia cometió la imprudencia de hacerle frente y sin armas a su verdugo que volvía a disparar y le dio en la mano, según se dice. Lo más probable es que Larancuent intentaría escabullir el bulto mientras el agresor se le acercaba disparando a mansalva. El alevoso vaciaría el revólver, lo dejó hecho un colador. Solo su alma, su lucidez y su entereza estaban intactas.

Me han cosido a balazos, dicen que dijo, y lo habían cosido literalmente a balazos. Los cirujanos del hospital Padre Billini encontraron en los intestinos diez perforaciones, otra en el pubis, dos en la vejiga, otra en los órganos genitales, amén de las del cuello y la mano.

Lucharon inútilmente durante horas tratando de salvarle la vida que, gracias a su increíble resistencia y fortaleza, conservó hasta la tarde del día siguiente. El entierro tuvo lugar en La Romana.
Pero la historia no termina aquí.

A su hijo Alberto lo asesinarían muchos años después, en 1948, en el mismo pueblo de La Romana. Su hijo Ramón apareció muerto poco tiempo después sobre los rieles de un ingenio azucarero. Su hijo César Federico pereció junto a la mayoría de los héroes de la repatriación armada del 14 de junio de 1959.

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Al automóvil del Jefe no le cabían más tiros, desgraciados. En ningún momento se les apretó el alma, lo masacraron al Jefe sin compasión, lo cocinaron a balazos, lo acribillaron, lo hirieron de muerte y le pasaron el carro por encima, lo remataron y después lo metieron en el baúl. Al chofer lo dieron por muerto y lo abandonaron, le dieron balazos de vicio, pero no lo martirizaron como al Jefe. No lo metieron en el baúl sin saber si estaba difunto. No se lo merecía el querido Jefe…

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Los del Chevrolet sudaban la gota gorda. Sudaban como caballos y sus razones tenían para sudar mientras esperaban que la bestia hiciera su aparición. Se habían estacionado casi a tiro de piedra frente al Coney Island de la Feria, la pomposa Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre, y mantenían las luces apagadas, por supuesto. La conversación apagada, a veces cáustica, nerviosa.

Unos tres kilómetros más adelante, y quizás también sudando a mares, esperaban Tejera y Livio Cedeño en el Oldsmobile.

Roberto Pastoriza estaba solo en un Mercury. La camisa empapada de sudor.

Imbert quizás sudaba más que los otros, sudaba copiosamente y el sudor le corría seguramente por los mofletes, por las manos regordetas y quizás torpes. Estrella Sadhalá y Antonio de la Maza, junto al veterano teniente García, contenían de alguna manera la impaciencia, pero todos sudaban copiosamente y la maldita bestia no aparecía.

Imbert estaba al frente del volante. El sería el único sobreviviente del grupo, él daría la versión oficial de los hechos, él crecería en su estatura heroica en cada versión de los hechos.

En la versión oficial de los hechos ocurrirían cosas que no se han podido desde luego comprobar y tampoco desmentir, en la versión oficial la bestia recibiría heridas que no recibió: la herida desgarrante que le destrozó el hombro en la refriega, la herida que no vieron y desmintieron los médicos que vieron el cadáver.

El se arrastraría junto a los demás por el suelo hasta llegar a pocos metros de la bestia, él apuntaría con su revólver desde el suelo y dispararía dos veces, la bestia caería bajo el fuego de sus disparos certeros, una bala le daría en la barbilla, se caería de espaldas, moriría inmediatamente. No se movería más.

Del otro lado, en la versión de Zacarías de la Cruz (el valiente y leal chofer de la bestia), ocurrirían otras cosas heroicas e imposibles de comprobar. La bestia le ordenaría detener el auto y bajarse a pelear. Se bajaría del auto, cuando ya estaba herido, enfrentaría a los conjurados, avanzaría hacia ellos disparando con su revólver 38, caería finalmente abatido, heroicamente abatido, mientras Zacarías vaciaba una ametralladora tras otra, sin darle tregua a sus oponentes.

¿No berrió la bestia como un chivo, no se ensució en los pantalones? ¿Lo dieron por muerto a Zacarías o se hizo el muerto, se escondió o salió huyendo?

Lo único que que permanece claro es que a la bestia la ejecutaron esa noche. Todo lo demás pertenece al imaginario colectivo.
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Bibliografía:
Federico D. Marco Didiez, Los primeros crímenes de Trujillo,
http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html

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