Nada representa una realidad más descarnada de la naturaleza humana que la pérdida de un puesto relevante. Es como si las caretas sonrientes cayeran para presentar el real semblante de sus portadores, cuya sinceridad es tan efímera como la duración del nombramiento. Pocas cosas son más afrodisíacas y adictivas para cierta gente como el poder, ese que viene con lisonjas, fama, trato preferencial y, sobre todo, un ascenso social significativo para destacar por encima de la media y sentirse mejor que los demás, por lo que algunos suelen marearse en las alturas de ese reconocimiento colectivo.

Y es que no se les podría culpar porque resultan irresistibles esas invitaciones constantes y ocupar asientos reservados de manera exclusiva, sin que el destinatario atine a percatarse de que corresponden al puesto y no a su persona. Como de la nada, surgen esos autoproclamados colaboradores emitiendo comentarios de pura complacencia para hacer aparentar que todo está marchando maravillosamente bien.

Pocos pueden resistirse a los halagos, aunque quieran aparentar sencillez. Ser al que todos esperan, al que se le rinden pleitesía y con el que todos quieren estar, es el sueño cumplido de aquel que solo tiene eso para reafirmarse como persona y entiende ha alcanzado la plenitud de su existencia. Poder beneficiarse de ese trato servil e incondicional provoca a veces una adicción tal que, mientras más alto sea el encumbramiento, más abrupta la caída. Ya no se trata solo de dinero, es la distinción y realce de su figura, por estar ocupando un lugar apetecido por muchos, pero alcanzado por pocos.

A esto se debe que veamos tantos candidatos políticos, dirigentes empresariales y líderes comunitarios intentando perpetuarse en el trono o postularse eternamente, pese a todo pronóstico. Saberse (o creerse) querido, admirado e idolatrado por un cargo es la razón de ser de muchos para justificar su paso por el mundo como una tentación irresistible en que el narcótico de la lisonja hace perder la perspectiva de que, aquello que viene, igual se va.

Y luego de la tormenta de los aplausos, viene la calma del final en que se vuelve a ser del montón y se entiende que ya todo pasó. Una vez culminado el éxtasis, llega la rutina de ser uno más. ¡Ay de aquel que se lo creyó! que contó sus adulones como compañeros, asumió los obsequios como sinceros, relegó a sus amigos y se sustrajo de su entorno por considerarse superior. Si se olvidó de la humildad, verá sus afectos desaparecer con la misma rapidez con que fue sustituido. Entonces, se quedará más solo que Adán el día de las madres y sin esperanza de redención.

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