El cambio no es un eslogan exclusivo del Gobierno, la evolución toca con fuerza a uno de los poderes más relevantes del Estado, el Judicial. Los tiempos exigen que esas leyes que superan dos siglos, se vayan ajustando a las realidades actuales porque ya el traje queda pequeño a una sociedad en plena ebullición cuyas dimensiones sobrepasan los parámetros de antaño.

Sí, la virtualidad -instalada por necesidad- llegó para quedarse, pero no basta con herramientas tecnológicas de punta, sin un personal que las domine y comprenda que no son suficientes para la eficacia del sistema judicial. No todo es data, computadoras y algoritmos, es preparación, dominio de temas esenciales y conocimiento pleno de los principios jurídicos y éticos que fundamenten las decisiones. Por más imbuidos que estemos en la inteligencia artificial, la del hombre la supera por la emoción y profundidad que solo los humanos pueden aplicar y esa sí que es real.

Los magistrados no son infalibles, como tampoco lo es la ciencia, la humanidad no los hace débiles, al contrario, más empáticos porque una máquina nunca percibirá la verdad para impartir justicia dando a cada quien lo que merece. Esa capacidad de distinguir lo correcto y lo inadecuado, esa sabiduría que da la experiencia y esa sensibilidad para comprender la historia personal tras cada expediente viene impregnada en la figura del juez, lo que no se suple con un aparato electrónico.

Por tanto, las inversiones trascendentales deben centrarse en ese ser humano que, tras una toga y un birrete calado, debe asumir posturas que lo convierten en lo más parecido a Dios en la tierra, eso no lo sustituye un teclado. Si en verdad se quieren fortalecer nuestros tribunales, cuidemos y protejamos al que lo preside, no solo su preparación académica -que bien es necesaria- igual su dignidad y seguridad porque, de nada valen grandes instalaciones telemáticas, si quienes emiten los fallos carecen de las condiciones existenciales que merecen. Además de percibir un salario acorde con sus responsabilidades, es imprescindible que goce del respeto propio de su investidura y pueda concentrarse en su labor jurisdiccional sin las preocupaciones terrenales que puedan hacerlo caer en tentación.

No nos perdamos en juegos de espejos ni nos deslumbremos por las lentejuelas de la modernidad, vayamos al corazón de la diosa Themis que sostiene firmemente la balanza para saber hacia dónde inclinarla. Ella tendrá los ojos vendados, pero los demás debemos ver que lo principal son los actores del proceso y que la utilería es intrascendente, mientras se garantice que la trama y la actuación sean soberbias.

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