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Todos los caminos conducen a Roma, pero unos son más pedregosos que otros. Algunos, llenos de candilejas, en contraste con aquellos que son de puro sacrificio, cuesta arriba o cuesta abajo. Entre el recorrido de las estaciones del viacrucis hasta el calvario hacia la ascensión gloriosa en la resurrección, muchas historias se crean y se desvanecen.
Hay un solo Dios y muchas religiones, a pesar de que la iglesia es una -en singular- y su construcción fue encomendada a Pedro. La fe no tiene banderas, lo que sí lo tiene es el fanatismo porque el culto, e incluso las oraciones en demasía son perniciosas, como lo es todo lo que se ejerce en exceso. No se trata de si veneramos o no a la Virgen en sus múltiples advocaciones, si se puede detentar la virtud de poder expresarse en lenguas ininteligibles o acaso, de golpearnos el pecho para expiar nuestras culpas, de vestir de una determinada manera o de celebrar ceremonias impresionantes y delirantes en que el mensaje se pierda porque el histrionismo le gane la partida. Al final, todo debería reducirse a cumplir con el primer y segundo mandamientos que nos exhorta a que amemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo, como sabemos hacerlo a nosotros mismos.
La exhibición de un fervor inexistente -aunque sea socialmente atractivo para denotar cristianismo o un alma pura- hace que el sentido espiritual que se busca se pierda en el camino y se evapore en las puestas en escena. De nada sirven las novenas, los rosarios con cuentas gastadas hasta el cansancio febril y las oraciones acompañadas de grandes gestos, si no están sustentados en la convicción de que existe una fuerza divina, incomprensible para la sabiduría humana, que todo lo puede y en la que debemos confiar, aunque no sea perceptible a los sentidos, pero cuya presencia se evidencia (y se siente) en los acontecimientos más pequeños de nuestra vida.
Seamos honestos, hay demasiados feligreses, pero no suficientes creyentes; hay variados predicadores, pero no por ello sobrados profetas; existen muchos sacerdotes, pero no necesariamente la cantidad de pastores imprescindibles. Se requieren pescadores de hombres en un mar de pecadores; citas bíblicas aplicadas en la práctica, ejemplos de vida que trasciendan la casa parroquial o el encanto de unos días recluidos entre salmos y cánticos para luego olvidarlos en el trato diario con los demás. La ayuda es más necesaria que los aleluyas; más favores que fervores, menos ruido y más esencia. La realidad es que, a pesar de los pesares, el mundo podrá tener demasiados templos, pero también muy poca fe.