Desde niños nos pronosticaban ser abogados siempre que discutíamos y creíamos tener la razón, ni a favor ni en contra, sino, todo lo contrario. La nueva ley de casación No. 2-23 aprobada a principios de 2023 no es la excepción y ha sido objeto de críticas negativas, de parte de algunos sectores que le han lanzado ácidos dardos para restarle preponderancia, pero no han dado en el blanco. Si 70 años de la vigencia de la anterior no han sido suficientes para reconocer su vetustez, habría que ver entonces, cuántos serían necesarios para sustituir una legislación que provocaba que la última instancia fuera lenta, rígida y pesarosa porque para las partes parecía no tener fin.

De entrada, las medidas adoptadas consistentes en la eliminación de la autorización para emplazar, el dictamen del ministerio público y las audiencias -todos retardatarios e innecesarios- han destrabado la jurisdicción de cierre para hacerla menos tortuosa; la disminución de los plazos agiliza el proceso y la atención a la corte de envío (antes olvidada) ha constituido un fino trabajo de orfebrería en que se atendió cada detalle para no eternizar los casos y estos no quedaran a merced de la creatividad de los usuarios del Derecho. Objetar la minuciosidad de la normativa -que pasó de 71 a 95 artículos- es un ejercicio ocioso porque una reglamentación clara siempre evita elucubraciones e inconsistencias propias de las libres interpretaciones que, por su indeterminación, pudieren afectar la seguridad jurídica.

El interés casacional, como novedad de la recién estrenada ley, se reconoce que será un reto, como bien lo saben sus redactores y los llamados a aplicarlo, pero son alarmistas los anuncios apocalípticos de que su sola existencia aniquilará el acceso a la justicia; la misma práctica irá delineando sus alcances, aunque resulta obvio que la intención de su aparición es la de limitar el uso abusivo del recurso con fines dilatorios desprovistos de interés jurídico y rescatar su carácter extraordinario, toda vez que se volvió rutinario y solo pretendía alejar el desenlace de los expedientes, que prolongaba en los tribunales. Por tanto, como toda obra humana, la pieza es perfectible, pero la renovación de la casación no solo era justa y necesaria, también perentoria debido a que, como en su momento dijo Winston Churchill: “Cambiar no siempre equivale a mejorar, pero para mejorar, hay que cambiar”.

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