Parece que alguna vez Don Cucho Álvarez tuvo una revelación o por lo menos una anunciación, una visión idílica. Vio en sueños o en su imaginación algo que se le pareció a un paraíso en la tierra, o mejor dicho en un cerro. Un cerro que todo el mundo llamaba cerro. En ese lugar se construiría una mansión, un prodigio arquitectónico que deslumbraría a los visitantes por los siglos de los siglos y convertiría a su propietario, a su querido jefe, en el más feliz de los mortales.

San Cristobal era la cuna del jefe, la cuna del Benefactor de la Patria, y el benefactor pasaba en el lugar más tiempo que en ninguna otra parte y no le faltaban casas ni le faltaban fincas.

Prácticamente todos los predios de su infancia los había convertido en fincas y en ingenios azucareros. En San Cristobal tenía la Hacienda Fundación, tenía el Central Río Haina, tenía la fastuosa Casa de Caoba, tenía la casa de playa de Najayo, a la que llamaban Casa de Marfil, tenía la de Hacienda María, a la que le decían Casa Blanca y otras más. Aun así, el glorioso Partido Dominicano, bajo la dirección de Don Cucho Álvarez Pina y otros alcahuetes, tomó espontáneamente (aunque quizás también por insinuación de la bestia) la decisión de honrar con una nueva honra —una mansión palaciega—, al hombre más honrado de esta tierra.

El hecho es que lo que sería llamado y mal llamado Castillo del Cerro, el adefesio del cerro, se financió generosamente con fondos del Partido Dominicano y además fue construido en un terreno escogido por Virgilio Álvarez Pina en un lugar privilegiado, una colina ventilada, peinada por frescas brisas, con una vista maravillosa. Desde ahí se contemplaban todos los alrededores, el querido jefe tendría al alcance de sus ojos vastísimo paisajes, todos pertenecerían a sus dominios, San Cristobal y Ciudad Trujillo quedaban a sus pies. Con un poquito de imaginación y esfuerzo se podría ver hasta el fin del mundo.

Hasta ahí todo estuvo bien. La elección del lugar no podía ser más acertada, todos los cortesanos se felicitaron, la visión idílica de Don Cucho empezaba a hacerse realidad. Ahora lo que hacía falta era un ingeniero o un arquitecto —o un ingeniero-arquitecto como los de antes— y alguien metió la pata. Designaron a un europeo, quizás por ser europeo, a un ingeniero-arquitecto francés o de origen francés, llamado Henry Jean Gasón, que al parecer era autodidacta y además era guardia, un mayor del llamado Ejército Nacional. Gasón estaba pegado como un chicle al gobierno y había sido favorecido con varios contratos para construir edificaciones. La designación de Gasón convertiría la visión idílica de Cucho Álvarez en pesadilla.

Dice Crassweller que aparte de la elección del sitio todo lo demás fue un desastre, empezando por la fachada. El diseño tal vez pretendía imitar de alguna manera la proa de una nave que desde el cerro parecería estar a punto de navegar por los aires, de ahí la pretenciosa forma redondeada en un lado y algunas ventanas semejantes a claraboyas. Una nave de guerra, en todo caso, con profusión de estrellas, una abrumadora y vulgar profusión de las cinco estrellas indicativas del rango de almirante o general grabados en bajo relieve en los muros exteriores y en los trabajos de herrería. Una nave tan pesada que parece encallada, una mole desprovista de toda gracia arquitectónica, cuatro niveles con enormes ventanales curvos en el lado redondeado y ventanas excesivamente pequeñas y mal ubicadas y distribuidas en el otro.

Líneas de diseño torpe en conjunto. Todo resulta ser un poco descomunal y masivo, pesado en grado extremo, quizás abrumador y amenazante, algo sencillamente feo pero no alarmante. Uno de tantos adefesios. En cambio en el interior, o mejor dicho en los interiores de los diferentes niveles el mal gusto era de antología. Uno de los salones pretende, quizás el salón principal, ser una réplica de los salones del Palacio Nacional. La decoración pretende ser barroca y a veces clásica y a veces de estilo oriental, el peor barroco posible, con abrumadoras masas de oscuridad, madera mal tallada en intrincadas y absurdas formas, treinta habitaciones de tamaño desproporcionado, unas muy grandes y otras muy pequeñas, ocho salones de juego y fiesta, quince o veinte baños, columnas de mármol de color rojo, verde o amarillo, paredes y techos abarrotados con diseños en lo que Crassweller define como un frenesí decorativo: “diseños dorados serpenteantes que fluyen en bajorrelieve, sobre fondos de rojo, amarillo, verde o azul, que dejan espacio para más bajorrelieves de cestas de flores o cupidos o presumiblemente clásicos”.

En cada salón, cada nivel, los techos tienen un motivo diferente y hay lugar un poco para todo tipo de cosa curiosa, incluyendo un Buda en las cuatro esquinas, pero también hay techos con forma de pagodas. Además, junto al comedor o uno de los comedores hay una sala de fumadores de estilo Chino que se antojaría ser una sala de fumadores de hachis.

Todo era rosado y verde, marrón y rojo vino en el llamado palacio del cerro: una pesadilla de colores y motivos aberrantes. l
(Historia criminal del trujillato [76])

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.
El “cuchipaineo” de Hipólito y Danilo, las obras públicas y la JCE
https://prensalibrenagua.blogspot.com/2016/10/el-cuchipaineo-de-hipolito-y-danilo-las.html

José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”
(http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/
JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf).
El libro de Don Cucho Álvarez
(https://hoy.com.do/el-libro-de-don-cucho-alvarez/)

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