Una vez finalizado el entrenamiento en las cercanías de la base aérea de San José, los hombres de Juancito Rodríguez se organizarían en varios grupos.

De acuerdo con las informaciones disponibles, los planes originales consistían en viajar desde Guatemala a Santo Domingo a bordo de dos hidroaviones, cuatro aviones DC-3 y DC-4 y una embarcación procedente de Cuba, un número reducido de hombres en relación a Cayo Confites y numerosas armas y pertrechos para la gente del Frente Interno, que esperaba impaciente.

Lamentablemente, a última hora se produjo la deserción de varios pilotos y copilotos, unos norteamericanos y otros mexicanos que decidieron que el dinero que les habían ofrecido o quizás pagado no era suficiente para jugarse el pellejo con Trujillo y obligaron a un radical cambio de planes. El número de transportes disponibles se redujo a tres. Dos DC-4 y un hidroavión Catalina.

Ahora, según Tulio Arvelo:

“Los hombres se dividirían en tres grupos. El más numeroso estaría comandado directamente por el propio don Juan Rodríguez y estaría integrado por treinta y siete combatientes; el segundo sería comandado por Miguel Angel Ramírez y estaría compuesto por veinticinco y el tercero, que sería el más pequeño, estaría comandado por Horacio Julio Ornes en el que irían doce. El primer grupo desembarcaría en la región central, el segundo por el Sur y el tercero por el Norte. Los sitios precisos de desembarco se mantendrían en secreto hasta la última hora para los expedicionarios de base como una precaución contra las indiscreciones. Sin embargo los que estábamos más cerca de don Juan sabíamos que éste barajaba varios sitios para su aterrizaje, entre ellos el valle de Constanza y la región de Valle Nuevo, sitios en los que él aseguraba que cuando se supiera de su presencia al frente de una invasión se le sumaría mucha gente. También sabíamos que la idea de Miguel Angel Ramirez era aterrizar en la región de San Juan de la Maguana de la que es oriundo. En cuanto al tercer grupo era el que menos precisión había en cuanto a su sitio de desembarco pues como utilizaría el hidroavión tipo Catalina tenía un número mayor de lugares aptos para amarizar”. (1) p. 139

Los dos grupos más grandes partirían desde San José, en la costa del Pacífico, en aviones DC-4 que harían escala en Cozumel. El otro partiría desde el lago Izabal en el hidroavión tipo Catalina que haría el vuelo sin escala y que fue el único que llegó, por desgracia, a su destino. Ninguno de los aviones (por más extraño o asombroso que parezca) tenía radio y los hombres estarían incomunicados desde el momento en que se separaron.

El azar, como de costumbre, repartiría suerte arbitrariamente. La buena suerte para la bestia y toda la mala suerte para los revolucionarios. Añádase a lo anterior el hecho de que los servicios de inteligencia de la tiranía conocían los planes del Frente Interno en Santo Domingo y de los expedicionarios en Guatemala y que también los agentes del imperio les seguían los pasos.

Dice Arvelo que los integrantes de los tres grupos habían sido escogidos en base al conocimiento de la región en que debían operar e incluso al grado de afinidad entre sus componentes. Se quería evitar y se evitaron, discordias de cualquier tipo entre ellos.

Muy en especial, el grupo que viajaría en el hidroavión estaba compuesto por varios amigos de vieja data, e incluso íntimos. Había entre ellos ocho dominicanos, dos nicaragüenses, un costarricense y tres norteamericanos.

Los dominicanos eran Horacio Julio Ornes (comandante del grupo, primo de Pericles Franco Ornes), José Rolando Martínez Bonilla, Federico Horacio Henríquez Vásquez (Gugú), Hugo Kundhardt, Manuel Calderón Salcedo, Salvador Reyes Valdez, Tulio Hostilio Álvaro Delgado y Miguel Ángel Feliú Arzeno.
Los nicaragüenses eran Alejandro Selva, Alberto Ramírez, José Félix Córdoba Boniche y el costarricense Alfonso Leiton.

Los estadunidenses, integrantes de la tripulación, eran John M. Chewing, capitán piloto, Habet Joseph Maroot, copiloto y George Raymond Scruggs, ingeniero mecánico… Ninguno de ellos estaba supuesto a tomar parte en los sucesos que se producirían al desembarcar. Se les había pagado para conducir el avión, depositar a los guerrilleros en un lugar designado y levantar vuelo de inmediato, con rumbo a Cuba, pero el azaroso azar dispondría diversamente.

Las desaventuras de este grupo y los peligros que arrostraron comenzaron antes de partir hacia Santo Domingo, al inicio del fin de la aventura. Así lo consigna Tulio Arvelo en un relato que pone los pelos de punta:

EL PUERTO BARRIOS

Como los componentes del grupo del hidro-avión Catalina no emprenderíamos la salida desde esa base, nos quedaba todavía una etapa por recorrer. Debíamos trasladarnos al otro extremo del país en donde hacía algunos días nos esperaba Gugú Henríquez en compañía de la tripulación de nuestra nave.
»Nos trasladamos en avión desde la base de San José, en la costa del Pacífico, hasta Puerto Barrios, en el Atlántico.

»El viaje a Puerto Barrios lo hicimos en un avión C-46 cuyas condiciones dejaban mucho que desear.
»Hubo un incidente durante el vuelo que me produjo un susto tremendo. Volábamos entre montañas y estábamos tan cerca de ellas que a través de las ventanillas distinguíamos los más mínimos detalles de la floresta a tal punto que se podían reconocer los tipos de árboles y en algunos casos hasta veíamos sus flores. Eso me causó alguna extrañeza hasta el punto que fui a la cabina de mando a inquirir el por qué volábamos tan bajo. Con toda tranquilidad el piloto, un mejicano de apellido Castillo, me dijo que ello se debía a que a causa del exceso de peso el avión no podía remontar más; pero que no me preocupara por el momento porque íbamos volando a través de un cañón formado por dos cordilleras cuyos picos veíamos a ambos lados. Que él tenía la esperanza de que cuando se terminara el cañón ya el aparato habría alcanzado la altura de los trece mil pies que se necesitarían para salir de él. Señaló el altímetro y dijo:

Fíjese que ya estamos volando a ocho mil pies, lo que quiere decir que aunque muy lentamente estamos ganando altura. Espero que cuando lleguemos al sitio preciso habremos ganado la altura necesaria”.

»Cuando me señaló el altímetro noté que en el tablero de mando en el que habían como ocho o diez esferas de diferentes tamaños, en la mayoría de ellas lo único que quedaba era el hueco. No despegué más los ojos del altímetro acechando el lento movimiento de su manecilla. De cuando en cuando miraba hacia el frente en espera de ver aparecer la montaña que nos cerraría el paso. En aquella angustia estuvimos dos o tres más de los compañeros a quienes había enterado de la situación, ya que también como yo se habían acercado a la cabina a indagar el por qué de nuestro vuelo que a nosotros se nos antojaba poco menos que rasante.

»Al fin después de más de media hora de angustias el avión sobrevoló la montaña que cerraba el cañón mientras el dichoso aparato medidor de la altura solamente marcaba diez mil pies. ¿Qué había sucedido? O la montaña no era tan alta como nos dijo el piloto o el altímetro estaba descompuesto. Lo único cierto que quedó en mi ánimo fue un justificado resentimiento contra el mexicano que con sus informaciones me había amargado un viaje que debió ser de regocijo puesto que nos acercábamos a una de las metas finales para la realización de nuestro caro anhelo de luchar con las armas en la mano por la liberación de nuestro pueblo. Poco después aterrizamos en Puerto Barrios». (2) 145

(Historia criminal del trujillato [126])

Notas:

(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, págs. 139
(2) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p.145

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