(Un corte transversal en la historia.
Retrato hablado de sus actores.
Palpables protagonistas de nuestro ascenso)

Fellito Corominas fue un adalid de la ingeniería dominicana. Él creía en las instituciones y tenía fe ciega en la capacidad de sus organismos para enderezar y adecentar el ejercicio profesional. Fue regente universitario, dirigente del Colegio de Ingenieros, ministro de Obras Públicas. En las aulas, en el gremio profesional y en el gobierno entregó él su templada sabiduría.

El paso de Fellito por Obras Públicas dejó huellas perdurables. Hasta su llegada, por ejemplo, no hubo en esa dependencia pública un Departamento de Normas, Reglamentos y Sistemas. Por primera vez en la historia, el ministerio bajo su dirección se daba a la tarea de fijar criterios para Precalificación de empresas constructoras, de redactar Especificaciones Técnicas para la construcción de carreteras y edificaciones, tanto como Normas para diseño sísmico de estructuras. Fellito intentó crear, asimismo, un sistema capaz de mantener, de salvaguardar, los centenares de edificios públicos dispersos en el país. Pero eran días de recursos exiguos y sus ejecutorias físicas como ministro, hemos de lamentarlo, palidecieron ante aquel ingente esfuerzo a favor del progreso institucional.

Tuve el privilegio de ser su alumno, mucho antes de recibir el caro honor de ser su amigo. Lo vi muy pocas veces en los últimos años y mi último contacto con él fue epistolar. Tras publicarse en estas páginas mis comentarios en torno a la ilusoria carretera Cibao-Sur (en septiembre del 2014), él decidió exponer, en una carta pública, sus razones acerca del tema. Mi respuesta, alejada de todo vestigio de polémica, concluía con frases que encerraban (así lo percibo ahora) una suerte de adiós anticipado al amigo: “Y lo cierto, Fellito, créemelo, es que todos: tú, yo y los que vengan, habremos tenido entre las manos, aunque sólo por un instante, la verdad efímera y huidiza: aquella certidumbre que se nos escapa como las aguas indetenibles del río de Heráclito”.

Era, en acto, la fugacidad del tiempo: ese torrente que ahora nos priva de uno de los capitanes de la ingeniería y de la decencia de este pueblo.

Mi muy apreciado Fellito:

Con nostalgia, recibí tu comentario a mis artículos acerca de la carretera Cibao-Sur, publicados hace algunas semanas en la página sabatina Apuntes de infraestructura del diario elCaribe. Como el dilecto profesor y el grato amigo que eres, deseo seguir el hilo de tus argumentos y sugerencias.

Trasladémonos, en primer lugar, al 1979, a tus días de ministro de Obras Públicas. Recordarás que en aquella fecha la carretera Duarte contaba apenas con dos carriles para la circulación de vehículos; maltrechos ya por el exceso de carga y por nuestra inveterada ausencia de una política de conservación vial. Entonces, recorrer a una velocidad segura el trayecto de Santiago a Santo Domingo podía consumir, como promedio, unas tres horas. Aunque peor condición exhibía la carretera Sánchez, que vincula a Santo Domingo con las ciudades del Sur. Formada por un mosaico de muy antiguos trechos viales, con geometría discordante y pavimentos deteriorados, las condiciones de la ruta hacían extremadamente largo –unas cuatro horas— el recorrido de 200 km entre la capital y San Juan de la Maguana. Era, así, de unas siete horas el viaje completo entre Santiago y San Juan en los años de tu gestión en Obras Públicas.
Es obvio que la condición de nuestro sistema troncal de carreteras resulta ahora muy distinta a la de los años 70. La carretera Duarte, por ejemplo, dispone desde 1997 de calzadas separadas y cuatro carriles para transitar entre Santo Domingo, Santiago y Navarrete. Existen, además, vías de circunvalación en Villa Altagracia, Bonao, La Vega y Santiago. En pocos meses estará finalizado el primer tramo de la circunvalación de Santo Domingo, que permitirá desviarse a la altura del kilómetro 24 de la carretera Duarte y acceder directamente a la autopista 6 de noviembre, a unos 10 km de la ciudad de San Cristóbal.
Más adelante, y luego de moverse en la circunvalación de San Cristóbal, se ingresa a la autopista San Cristóbal-Baní, también con cuatro carriles, calzadas separadas y distribuidores de tráfico que ahora reducen a unos 20 minutos el viaje entre esas dos poblaciones. Por igual, se construye en la actualidad una vía de circunvalación en Azua y se proyecta un circuito similar para la población de Baní.

No pretendo, sin embargo, hacer una apología del presente. Sencillamente deseo llevar a tu ánimo la idea de que algunas cosas han mejorado –muy pocas, lo admito— entre 1979 y el 2014. Es posible, tal vez, que nuestro sistema troncal de carreteras constituya una de esas venturosas excepciones.

Desde tal perspectiva –y pienso que mis artículos así lo indicaban—me considero tu aliado en la búsqueda de facilidades para mejorar y hacer más diversa la conexión entre el Cibao y el Sur. En aquellos escritos propuse la habilitación, no sólo de una, sino de cinco opciones económicamente justificables para comunicar la región cibaeña con las feraces tierras de San Juan de la Maguana. Posibilidades, todas, de mucho menor inversión, de muy moderado impacto ambiental y con tiempos de trayecto similares al de una nueva carretera directa entre Santiago y San Juan; obra ésta que arriesgadamente atravesaría las principales reservas forestales de la isla.

Sucede, pues, que el transporte, como cualquier otra actividad económica, ha de regirse por una dependencia modulada entre sus beneficios y sus costos. Dado que los costos financieros, de modo inexorable, corresponden a la hacienda pública, esa regla de oro es, hoy día, un principio obligado en las decisiones de inversión de los gobiernos. Sencillamente porque son cada vez más escasos los recursos de capital, a la vez que más numerosas y acuciantes las necesidades de la población.

Otro enfoque me parece también oportuno considerar en torno al tema. En nuestros días no se aprecian ya las distancias en unidades de longitud, sino de tiempo. Aunque nunca ha de cambiar la separación geográfica entre Santiago y Santo Domingo, recorrer ese trayecto necesitaba de dos o tres días a lomo de caballo antes de 1920, de cinco horas en 1950, de tres horas en 1980, y probablemente de una hora y media en el presente. Viajar por vía aérea a Miami (en unas dos horas) consume ahora el mismo tiempo que el recorrido por carretera de Santo Domingo a Punta Cana o a Samaná. Quizá sea éste el más claro ejemplo de cómo el avance tecnológico cambia los usos a la vez que las percepciones, espaciales y temporales, del ser humano.

Si alguien revisara mis escritos acerca de la carretera Cibao-Sur podría notar que las opciones analizadas establecen la posibilidad (y el beneficio, innegable) de vías alternas para llegar al Sur; no sólo a partir de Santiago sino desde los diferentes núcleos urbanos de esa multiplicidad geográfica y económica que es el Cibao. Y que, por igual, el tiempo medio de recorrido sería aproximadamente el mismo, entre cuatro y cuatro horas y media, a través de uno cualquiera de dichos trayectos; así para una nueva carretera a través de la Cordillera Central, como en el caso del itinerario de mayor longitud, esto es, de Santiago a San Juan por las carreteras Duarte y Sánchez en las condiciones actuales.

Otro aspecto que no deseo pasar por alto es el siguiente: en las rutas que existen entre el Cibao y San Juan de la Maguana se asientan economías externas que, en mayor o menor medida, según el caso, proveen ofertas variadas de servicios y bienes a los viajeros; esto es, suministro de combustibles y lubricantes, servicios de mecánica automotriz, restaurantes y tiendas, farmacias, lugares de alojamiento, hospitales y asistencia médica, entre otras facilidades. Un caso totalmente distinto sería el de un nuevo camino Cibao-Sur, con más de 100 km de recorrido desértico en la alta montaña, y con una solitaria perspectiva de tráfico de apenas 250 vehículos/día en su año de apertura.

Muchos investigadores han creído posible el advenimiento, dentro de tres o cuatro decenios, de un dispositivo individual capaz de permitir al hombre trasladarse por el aire. Digamos que sería una especie de helicóptero personalizado, con lo cual muchos viajes en automóvil resultarían innecesarios. En tal caso, asistiríamos al simbólico inicio de la decadencia de las carreteras; al ocaso de esas vías de comunicación que hicieran posible hace dos mil años la grandeza del imperio romano, y que aún suscitan estos intercambios de opinión entre individuos que, como tú y como yo, desde diferentes matices, nos sentimos vinculados por el afecto y por la historia.

Así las cosas, alguien podrá afirmar que tú tenías la razón en el 1979, tanto como yo imagino tenerla en el 2014, y así como otros se creerán dueños definitivos de la certeza quizá dentro de treinta o cuarenta años.

Y lo cierto, Fellito, créemelo, es que todos: tú, yo y los que vengan, habremos tenido entre las manos, aunque sólo por un instante, la verdad efímera y huidiza: aquella certidumbre que se nos escapa como las aguas indetenibles del río de Heráclito.
Recibe, como siempre, mi más
afectuoso saludo.
Pedro Delgado Malagón.

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