Hace algunos años escribí algo sobre Herminio Almendros, un escritor y maestro español que vivió muchos años exilado en Cuba. Almendros es el autor de una obra que venero, una obra de culto titulada “Pueblos y leyendas”. Es una obra de recopilación y adaptación de relatos en la que tomaron parte los alumnos de Almendros. Veintiséis relatos de la más variada procedencia geográfica y cultural. Relatos y mitos que confirman “que si el sueño es el mito del individuo, los mitos son el sueño de los pueblos”. En todos ellos se habla en general de la complejidad de la humana existencia, del lado trágico, cómico o tragicómico de la vida, el hambre del poder, el insaciable deseo de libertad o de superación personal, la abnegación, el sacrificio, todas las cosas que insuflan ánimo y sentido al barro que nos moldea.

Uno de los relatos de “Pueblos y leyendas” trata de un individuo llamado Isogai, “Isogai, el humilde”, alguien que se lamenta por la suerte que le ha tocado. Isogai realiza un trabajo durísimo en una cantera de granito y es pobre de solemnidad. Desea ser rico y se hace rico en un “sueño maravilloso” y empieza a disfrutar de la riqueza, pero cuando conoce al emperador se desencanta de ser rico, ya no le basta. Ahora quiere ser emperador y se convierte en emperador y empieza a disfrutar de su condición imperial hasta que el sol comienza a humillarlo. Ahora quiere ser sol y se convierte en sol hasta que una simple nube ataja sus rayos y opaca su brillantez. Ahora quiere ser nube y se convierte en nube, derrama agua raudales sobre la tierra y empieza a disfrutar de su poder, hasta que una roca lo desafía impunemente. Entonces se convirtió en roca y pensaba que nada se igualaba en el mundo a su condición, hasta que un día vino un picador de piedra y empezó a arrancarle pedazos. Isogai comprendió que era mejor ser obrero, un picador de piedra como lo que era y colorín colorado.

El cuento de Isogai habla quizás de la incapacidad de mucha gente de conformarse con lo que tiene y de la ambición que echa a perder tantas cosas, quizás quiere decir que toda cosa en el mundo tiene su pro y su contra, quizás quiere decir que todos deben resignarse a su suerte, quizás predica el conformismo o habla del poder de la clase obrera. Quizás quiere decir que ningún relato es inocente por más que lo parezca y que la lectura no está exenta de trampas y riesgos. Ninguna lectura es inocente. Los relatos, los cuentos, las narraciones, los mitos, leyendas funcionan como reguladores del comportamiento social y el significado a veces puede ser perverso. Por eso hay que aprender a leer entre líneas, a explorar el sentido recóndito de las cosas.
El final de “Isogai, el humilde” me parece sospechoso. Isogai se siente contento de volver a ser pobre, da una cátedra sobre la importancia de ser pobre. Ahí está la trampa. A veces el elogio de la pobreza, de la humildad y del trabajo duro solo se hace en perjuicio de los pobres, de los humildes, de los que trabajan duro y no tienen en qué caerse muertos.

En fin, saque cada quien su conclusión.

Isogai, el humilde

Vivía una vez en el Japón un pobre hombre llamado Isogai, que trabajaba de simple obrero en unas canteras de granito. Su salario era tan escaso que no le permitía mejorar su miserable modo de vivir.

Un día volvió a su casa rendido de fatiga. El pobre hombre se lamentaba de su suerte y envidiaba a los poderosos para los que la vida es cómoda y amable en los hermosos palacios.

—Si yo llegara algún día a ser muy rico — pensaba Isogai,— sería un hombre respetable, querido y admirado de todo el mundo. Ahora soy un pobre desdichado. No valgo para nada y jamás podré salir de esta vida triste y miserable. ¡Si yo tuviera muchas riquezas… !

El pobre trabajador se durmió con este pensamiento y tuvo un sueño maravilloso:

Isogai, el buen, Isogai, se encontró de pronto convertido en un hombre riquísimo. Tenía un hermoso palacio de mármol y descansaba en una habitación cubierta de sedas.

Tras los amplios ventanales veía pasar a todas las gentes atareadas de la ciudad.

Cierto día acertó a pasar el Emperador montado en una soberbia carroza de oro, y seguido de magníficos caballeros y criados que sostenían sobre su cabeza un parasol resplandeciente de dorados y pedrería.

Isogai sintió envidia y pensó:

— ¿De qué me sirve ser rico si no me es permitido salir como el Emperador con una brillante escolta y con criados que me protejan con un parasol de oro? Mi ilusión — dijo — es llegar a ser emperador.

No bien hubo dicho esto, el desgraciado Isogai se vio convertido en un soberbio emperador. Y por las calles era seguido de una escolta de caballeros y de criados que lo cubrían con un parasol magnífico.

Pero el calor era bochornoso. El Sol brillaba ardiente y cegador de luz.

— Nunca hay dicha completa — pensó Isogai —He aquí a un pobre emperador que tiene que sufrir este terrible calor del sol. Si yo fuera el Sol me consideraría el ser más poderoso del mundo.

Isogai quedó convertido inmediatamente en el Sol que alumbra todas las cosas. Un sol que llegaba a todos los lugares de la Tierra y lo caldeaba y tostaba todo: las mieses y los hombres, las fieras y los príncipes. A todo alcanzaba su poder.

Pero, de pronto, una nube vino a colocarse descaradamente entre el Sol y la Tierra. La nube formaba una pantalla que los rayos de luz no podían atravesar. El Sol estaba, furioso.

— Conque sí — exclamó — ¿conque una nube es capaz de oponerse a mi fuerza deteniendo mis rayos? Entonces más valdría ser nube.

Isogai pasó en el acto a ser una nube. En seguida, para probar su poder, se puso delante del Sol de manera que lo venció y dejó en sombra a la Tierra. Después dejó caer una lluvia tan fuerte, que los arroyos y los torrentes se desbordaron y los ríos inundaron los campos arrasándolo todo.

Isogai, desde lo alto, se complacía en admirar el poder de su fuerza. Ahora sí que no había nada que le resistiera.

Estaba satisfecho. Miró un poco más fijamente y se quedó sorprendido. Allá abajo divisaba una roca que no se movía.

Nada podía el empuje de la corriente de agua que rugía y se rompía contra ella sin conmoverla.

Entonces la nube pensó:

— Si no tengo poder para imponerme a una roca, me valdría más ser como ella.

Y he aquí que Isogai quedó transformado en una roca que resistía los ardores del sol y la furia de la tormenta y el embate de los torrentes desbordados.

Pero allí, al pie de la piedra dura, vino a trabajar un hombre de apariencia miserable. El hombre tenía unos picos de hierro y un gran martillo. Y, poco a poco, golpe a golpe, fue quitando grandes pedazos a la piedra y los fue labrando en formas diversas.

— ¿Cómo es esto? — exclamó la roca —. ¿Puede un hombre vencerme tan calladamente y arrancarme trozos y moldearme con tanta facilidad? Entonces es preciso que vuelva a ser hombre.

Y, en un último esfuerzo para alcanzar el poder sin límites, Isogai despertó de su sueño y se sintió satisfecho de ser hombre; orgulloso de ser obrero vencedor de la roca viva a la que seguiría diariamente arañando en las canteras de granito.

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