Josephine Baker fue modelo del suizo y famoso pintor Kees Van Dongen

¿Fue Josephine Baker la primera mujer pelotera?

El racismo tiene, lo sabe Tïtirimundachi, un largo trayecto. Su historia de miles de abusos, que conocimos por las vicisitudes de nuestros peloteros firmados en los inicios de la década del 60. Todas esas anécdotas sufridas por Marichal, Felipe Alou y sus hermanos, Manuel Mota, Ricardo Carty, entre muchos otros, hacen que todas las demás, por increíbles que parezcan, sean ciertas.

No solo los negros que poblaron el sur de Los Estados Unidos fueron maltratados como esclavos, sino que en la misma guerra entre ellos fueron usados de carne de cañón cuando se crearon las llamadas brigadas de “buffalo soldiers” y que Bob Marley, el músico jamaiquino, difundió en una de sus canciones con igual título.

Freda Josephine McDonald vino al mundo en ese sur difícil cuando los negros hacían los trabajos duros del campo y en las casas de los dueños eran sirvientes sin paga. Con apenas trece años la obligaron a casarse con un tal Willie Wells quien no pudo apagarle la inmensa pasión de cantar y bailar, a como diera lugar, lo que hizo que el “matrimonio” fuera más breve que Pipino. No había concurso que ella no se interesara y participara, por aquí y por allá, hasta que su gran oportunidad le llegó en el 1925 para irse a París y ser parte de unos programas de espectáculos que los franceses llamaban la Revue Nègre con músicos que tocaban el charleston y jazz por un tubo, como una novedad y una variación al escandaloso can-can. Lo único que llevó de su país de origen fue el apellido de su segundo marido William Baker y que ella olvidó como se olvida la Tabla Periódica de elementos químicos.

París se arrodilló a sus pies, mucho antes que a la novia de Sandro, medio siglo después, por la alegría, la chispa de vida que contagiaba y el entusiasmo que le llegaba a cualquier espectador por amargao que estuviese. Su pelo corto alisado, con un risito en la frente como Supermán, su vestuario mínimo y menor que el de la Mata Hari, su sonrisa de oreja a oreja, sus ojos saltones y enormes como faros, su faldita originalísima hecha de bananas (de tela rellena) hacían que fuera la dueña de “la capital mundial del arte”.

La Torre Eiffel apenas tenía treinta y cinco años y sobrevivió a la intención de quienes la hallaban horrible y querían tumbarla después de haberla exhibido en sus exposiciones universales como para que se olvidaran las horrorosas masacres coloniales al norte de África y en las islas que incluían a la lejana Madagascar. Modigliani ya pasaba al olvido cinco años después de su muerte, Jules Pascin armaba unos bacanales propios del que gana mucho dinero y tiene deseos de compartir, Monet pintaba sus grandes obras de nenúfares o lilas flotantes muy apresuradamente como si supiese que el año siguiente quedarían solo sus pinturas de su mundo de color y magia.

Josephine Baker fue modelo del suizo y famoso pintor Kees Van Dongen, pintor “colabó” de marquesas, baronesas, duquesas, condesas, princesas… ESAS que dominaron la historia sin la menor doblez. Van Dongen había realizado un cuadro tamaño natural al célebre boxeador Jack Johnson con una economía de trazos que lo convirtió en una silueta gigante, desnuda con un bombín en la mano, flotando en algún jardín de les Champs-Élysées. El cubismo que ya decaía la tomó de modelo y la inmortalizó descuartizada.
Todos los cabarets de Montmartre se la disputaban, pero era el Folies Bergère el que más tenía saliva a pesar de que el Casino de París la anunciaba como “La joie de París”.

París vio desfilar a la “crema y nata” del mundo, tanto políticos como artistas. Esos políticos que dominaron a sangre y fuego en sus respectivos países y esos “artistas” que, como alcahuetes, más que adulones, le hacían el coro como los diplomáticos de amarres, cónsules, embajadores, agregados a cancillerías, que en la mayoría de caso fueron parásitos de sus países, dilapidando unos sueldos inmerecidos e improductivos.

Alfred Stieglitz, el famoso fotógrafo de New York y marido oficial de la pintora de renombre Georgia O’Keeffe, hizo de enlace para que los artistas visuales parisinos expusieran en la gran ciudad norteamericana que se disputaba el título de “capital mundial de la mafia” junto con Chicago. Su galería, la 291, presentó la exposición, “The Armony Show” que contagió a más de un joven artista para estimularlo a abandonar las academias y escuelas de arte. ¿Para qué sirve la anatomía si Picasso le pone un ojo atrás de la oreja? Henri Matisse con sus recortes y collages de niños, Auguste Rodin del que se conocía “el pensador” y no las acuarelas eróticas que emocionaron a los coleccionistas; Henri Rousseau, un aduanero “pintor de domingo” elevado a gran pintor entre las burlas de los poetas Guillaume Apollinaire y Max Jacob en un especie de “diner de con” (una cena a la que se invita a un personaje aloquetiao que sirva de entretenimiento a los demás invitado) con el ingenuo artista; Constantin Brancusi, un escultor rumano radicado en París y que reencarnaría en Bismark Victoria con su columna infinita frente a un banco en Santiago de los Caballeros; Francis Picabia; Marcel Duchamp, que en complicidad con la mafia del mundo del arte impusieron el “orinador” como gran obra y que por su facilidad de “creación” multiplicó la demografía artística donde entraron miles creyéndoselo; Paul Cézanne que no sabía qué hacer con su herencia bancaria de la familia se entretenía haciendo lo que le diera la gana para el bonheur del modernismo y malher para el arte y demostrarle a su examigo Zola, que él era más artista de lo que se escribía en su libro. Esa exposición de 1905 hizo que New York, poco después, le diera un golpe de Estado a París. Estos pintores eran más que una escuela, “era la libertad” que tanto necesitaban las galerías para vender todo, absolutamente todo, lo que se hiciera a nombre del arte. Facilitó la cuestión el “Arte Abstracto” que encontró la fórmula de producir 50 “obras” por semana para gran regocijo y beneficio de los vendedores de galería de alta gama y echarle vaina a los rusos.

Y Josephine pensó que aquel mundo que ella dejó atrás en el 25, dieciséis años después había cambiado. Aunque hizo algunas presentaciones en ese regreso efímero, notó más que nunca que había un rechazo, lo que no vivía en París. Recogió sus ajuares y se embarcó tan pronto pudo.

Cuando llegó se oían los tambores de guerra justo cuando se le conocía en el cine como la Princesa del Tam Tam. Su incorporación al Ejército le dio inmediatamente un gran reconocimiento a sus primeros aportes y se convirtió en subteniente de la Fuerza Aérea francesa, título que compartió, aunque nadie lo sabía, con el de agente contra espionaje. Trabajó en la Cruz Roja donde conoció a Tina Modotti la fotógrafa italiana que trabajó en la España de la Guerra Civil y que tenía como amiga común la endiablada mexicana Frida Kahlo.

Al finalizar la guerra siguió bailando y grabando discos. Fue condecorada con la medalla de la Legión de Honor que le entregó, personalmente y en acto público, el presidente Charles de Gaulle.

Josephine no tuvo hijos, pero adoptó una docena a lo que llamaba su tribu arcoíris.

Viajó a Cuba donde conoció al pianista “Bola de Nieve”, un negro pasao de simpático, de dientes más blancos que una momia, que cantaba “la vie en rose” y que por suerte Edith Piaf no lo oyó nunca.
De vuelta al suelo americano dio cuatro conciertos en el Carnegie Hall y en el 1963 participó en la Marcha de Washington encabezada por Martin Luther King. Josephine le echó una vaina a los americanos al desfilar en uniforme militar francés repleta de medallas y regresó volando a París. Tras el asesinato de King en el 68 le ofrecieron el puesto desocupado por el líder lo que ella declinó. Ella entendió perfectamente lo que significaba la libertad de un artista. Primero había que forjarse el derecho con la realización de una obra que le garantizara su seguridad e independencia económica lo que Henry Pulling, el banquero pensionado en la novela de Graham Greene “travels with my aunt”, explica cuando reflexiona sobre lo que le dice su tía de su madre: “…una mujer insatisfecha. Prisionera de las ambiciones, de las que nunca se dio cuenta, mi madre nunca conoció la libertad. La libertad, yo pensaba, solo le llega al que tiene éxito, y en sus asuntos mi padre fue exitoso. Si a un cliente no le gustaba sus formas y sus cuidados, se podía ir al carajo. A mi padre no le importaba. Quizás sea libertad, no dinero ni poder. Libertad de expresión y conducta lo que es envidia de los fracasados…”.

Una cosa es el mundo del Arte y otra la Política. Pensó Josephine. El Arte es para la creación, para el espíritu, como religión; para la alegría, como el goce que experimenta un niño volando una chichigua. La Política, para organizarnos mejor en sociedad. Solo es artista el que hace arte, no el que pretende hacerlo y político el que tiene formación en Política, Filosofía, Derecho, Historia y menos en Veterinaria y que con su acción mejora la calidad de vida de los ciudadanos desde las instituciones donde trabaja y para lo que fue electo. El politiquero es quien “pretende” hacerlo, para seguir con la comparación, tiene una formación pragmática en engaño, mentira, muela, triquiñuela, allante, avivatez, desfachatez y otras lindezas o linduras según el caso y un inmenso deseo de no hacer nada que no sea enriquecerse ilícitamente. Por eso Josephine prefirió aceptar su condición de artista en los momentos de altas y bajas sin venderse y sin vender su libertad sabiendo cuál era su lugar en la Historia.

Josephine elevó la dignidad de los negros tal y como lo había hecho Chocolat en sus funciones de payaso, solo y únicamente con su arte. Todo ese trabajo acumulado de Jackie Robinson para entrar en el Baseball de los blancos, de Curt Flood desde Los Cardenales para enfrentar a los dueños de los equipos no solo para exigir mejoras salariales, sino para eliminar la odiosa segregación que prohibía ir a los mismos hoteles y restaurantes como los demás. Con Flood se acabó eso de que un baño para blancos y otro para “Niggers”, baseball para negro y baseball para blancos, asientos en “la cocina” de la guagua para negros y asientos para blancos.

Hoy las muertes de George Floyd y Tyre Nichols revivieron esa llama semi apagada y ha empujado la causa de la igualdad un poco más lejos. No es cuestión de “los dobleces de la historia”. No hay dos Pedro Santana, hay uno solo y es un traidor que debe ir a la basura de la historia. No hay dos Francis Drake, hay uno solo que era pirata y saqueador y reconocido como Sir en las Cortes Inglesas. No hay dos Caamaño.
Y no hay dos Cristóbal Colón, hay uno solo, el de las masacres a indefensos indígenas que pesa más que la pendejá de ser el descubridor del continente y traer, como si fuese un “big deal”, el idioma español y al Dios de la viruela y el cólera.

A Josephine solo le bastó su arte para levantar la dignidad humana, como lo hizo Nina Simone y el paquetón de jazzistas.

Hoy se habla de reformas importantes en la Policía de New York y, la harina de panqueque Aunt Jemima, tuvo que cambiar su logo racista de la esclava Nancy Green al igual que el arroz soso de Uncle Bens que lleva la imagen de Frank Brown, un hijo de esclavos de Chicago. No es cuestión de dobleces de la historia, es que la razón se impone a la usurpación de la imbecilidad, aunque tarde. Nadie espera 100 años.

Josephine Baker murió en el 75 cuando todavía el Ejército se comportaba como en la época del general Robert Lee. La carne de cañón ahora iba a la guerra de Vietnam, menos Cassius Clay, el Mohammad Alí, un admirador de Josephine Baker.

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