Petán era un pendenciero vocacional.

Un individuo conflictivo, además de intrigante y conspirador, un facineroso que congregaba a su alrededor una atmósfera mefítica, irrespirable.

Era el tipo de persona que encontraba siempre la forma de meterse en líos o, preferentemente, enliar a los demás. De hecho, tenía la extraña virtud de irritar a su poderoso hermano, de provocarle a veces rabietas histéricas o simplemente sacarlo de quicio de una manera como quien dice natural, espontánea. Algo que se le chispoteaba. Morder la mano que lo alimentaba era un hábito, un lisio con el que había nacido.

Dicen que en una ocasión se llevó del despacho de Chapita un maletín lleno de dinero que encontró providencialmente sobre el escritorio. El pobre hombre no sabía resistirse al dinero ajeno y realizó la fechoría inocentemente quizás, sin pensar en las consecuencias, que no se hicieron esperar.

Dicen que alguna vez, por alguna razón que resulta inexplicable, se le otorgó confianza para encabezar una misión del Banco Central con destino a Canadá, la cual tenía por encargo gestionar la emisión de la muy considerable suma de cinco millones de pesos en moneda nacional, que no se imprimía en el país. La misión fue un éxito. Petán cumplió con su cometido y a su regreso entregó el dinero al Banco Central sin que faltara un centavo. Pero de alguna manera se las ingenió para hacer que algún conocido le sacara copia a los jugosos billetes, para que emitiera duplicados, dinero falso que empezó a circular al poco tiempo en el país. Para peor, los billetes eran, según parece, de muy buena calidad, muy similares a los originales y difíciles de distinguir.

Al enterarse, el gobernador del Banco Central pegaría un grito al cielo, enfermaría seguramente de diarrea, informó de inmediato al generalísimo, se ordenó una investigación. Naturalmente, todas las sospechas y todos los resultados de la investigación señalaban a Petán. Naturalmente Petán.

Chapita echaría fuego por la boca, botaría humo por la orejas, pronunciaría palabras impublicables. No hay razones para dudar de que hiciera lo que se cuenta que hizo. Lo mandó a buscar vivo o muerto a Petán, quizás preferiblemente muerto. El encargado de cumplir la ingrata orden fue, según se dice, el general Felipe Ciprián, alias Larguito. El general Larguito. Otros dicen que el agraciado fue el coronel Almanzar o el general Federico Fiallo.
Quizás simplemente fue algo que con toda probabilidad tuvo lugar más de una vez, con la participaron de distintos personajes.

Entonces sucedió lo que también había sucedido y sucedería en otros casos. El general visitaría a Mamá Julia, visitaría a la excelsa matrona o se encargaría de hacerle saber de alguna manera lo que estaba pasando para evitar cumplir la ingrata orden, el ingrato deber que le habían encomendado. La excelsa matrona daría aviso de inmediato a Petán. El general Larguito, o cualquier otro oficial en su lugar, partiría rumbo a Bonao, fingiría que el vehículo en que andaba se había descompuesto a mitad de camino, seguramente abrió el bonete, hizo creer que estaban tratando de reparar el motor y demoraría un tiempo prudente en el lugar, a la vista de todos los pasantes. En cierto momento vio que un bólido, una especie de meteoro se acercaba en dirección contraria, pasó a su lado a velocidad supersónica o por lo menos temeraria y desapareció en un santiamén como una especie de alucinación. La velocidad del automóvil era proporcional al miedo de un mulato cara pálida que iba a bordo, un general del cual apenas pudo ver o adivinar el celaje, una especie de sola sombra pálida con el semblante demudado por el miedo. Allí viajaba Petán hacia la capital, a refugiarse en casa de su madre con el rabo entre las piernas. Entonces, solo entonces, el vehículo en que viajaba el general Larguito, o cualquier otro oficial en su lugar, se arregló como quien dice de milagro y el general Larguito o cualquier otro en su lugar reemprendió la marcha hacia Bonao en busca de un fugitivo que ya se había puesto a salvo. Respiraría con alivio. Como no había respirado en varias horas. Nadie podía acusarlo de negligencia en el cumplimiento de su deber. Había servido a la bestia sin ofender a la bestezuela, y cuando al poco tiempo hicieran las paces, nada tendría que temer.

Petán se tragaría durante toda la vida su orgullo y su rabia y probablemente su odio frente al hermano, un hermano al que envidiaba y detestaba y temía cordialmente. Dice Crassweller que cuando lo mataron, Petán se presentó en su oficina mientras su cuerpo aún estaba en el palacio de gobierno, y en presencia de alguien dijo que lo había querido mucho, pero que era una gran cosa que estuviera muerto porque era demasiado terco, obstinado, cabeza dura o algo parecido.

Quizás Petán pensaba en esos momentos que las puertas del verdadero poder finalmente se abrían para él. No cabía duda. El monarca de Bonao quería ser el monarca absoluto del país. La banda presidencial -quizás pensaba-, el bicornio emplumado y el traje con hilos de oro de Chapita estaban a la vuelta de la esquina esperando por él, sólo por él.

(Historia criminal del trujillato [43]. Cuarta parte).

BIBLIOGRAFÍA:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”

José C. novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/).

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