Los más interesados en que se aprueben las reformas a las leyes de partido y electoral, hasta por definición propia, serían los partidos por su interés de que las reglas del juego sean suficientemente claras.

El proceso ha sido tortuoso y difícil, sin que siquiera haya un proyecto único alrededor del cual se discutan las posibles diferencias. Tampoco se ventilan en un solo escenario, pero se supone que es el Congreso Nacional donde se “hacen” las leyes.

El presidente de la Cámara de Diputados, durante una visita que le hicieron esta semana los miembros de la Junta Central Electoral, anunció que aceleraría, que agilizaría, a riesgo de que se acuerden proyectos para justificarse ellos mismos ante la sociedad, una suerte de cumplido, con las consabidas explicaciones de que eran las leyes posibles.

Por la prisa “paren” legislaciones incompletas, inconsistentes, contradictorias, con cuestiones elementales que contravienen dictados constitucionales, y ahí entra en escena el Tribunal Constitucional y las hace trizas, lo que aconteció con la precitada aprobación de la Ley número 33-18, de Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos y la Ley Orgánica de Régimen Electoral núm. 15-19.

Total, que hay una realidad incontrovertible y es que resulta impensable que lleguen febrero y mayo de 2024 con las actuales legislaciones, y que se aprobaría ley alguna sin que primero sea sancionada por las cúpulas partidarias, a las que parece haberles llegado la hora de que abandonen su mansedumbre y expresen voluntad política de que las cosas sucedan.

No hay pero que valga y aquí encaja a la perfección el “sí o sí” proclamado por un ministro para complacer a los que determinaron que debía aprobarse ¡ya! la ley de extinción de dominio.

No significa que esté en juego el futuro en democracia de los dominicanos ni que se pueda ver afectado su derecho a elegir y ser elegido; menos aun que se vaya “a pelear” si no las aprueban.

Pero es tiempo de que los partidos y sus legisladores dejen de jugar a la candelita, que remite a la otra esquinita y así sucesivamente, como sucede con el cuento de nunca acabar.

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