Un incendio en las instalaciones de un centro de detención de migrantes en Ciudad Juárez, en la frontera mexicana con EE.UU., ha dejado al menos 39 muertos este lunes por la noche, según confirma el Instituto Nacional de Migración (INM).

Las víctimas son migrantes, la mayoría procedentes de Guatemala y Venezuela, aunque también figuran otros de varios países centroamericanos.

Las autoridades los habían arrestados en la ciudad fronteriza y aparentemente estaban en compartimientos cerrados con candados que autoridades inhumanas se negaron a abrir.

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha atribuido el siniestro a que los migrantes quemaron colchonetas como protesta cuando se enteraron de que iban a ser deportados. Hay al menos otros 28 heridos en estado “grave”, según el INM.

Este tipo de tragedia se repite de manera recurrente, y casi nos estamos habituando a que cada tanto aparezca una noticia como esta que sacude nuestro ánimo por unos días, hasta que sucede una situación parecida.

El gran problema de nuestro tiempo es la pobreza, la miseria, la postración de poblaciones enteras de países subdesarrollados que no ven salida para esa situación de privaciones que no sea emprender el peligroso trayecto de emigrar a Estados Unidos.

De acuerdo con cifras de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), actualmente hay en el mundo unos 281 millones de migrantes internacionales, que equivalen al 3,6 % de la población mundial. De ellos, 59 millones (21 %) se encuentran en América del Norte y 14,8 millones (5 %) en América Latina y el Caribe.

El migrante rechazado en todas partes no siempre es el “ilegal”, sino el pobre que busca una mejor vida, el que pertenece a los 750 millones de seres humanos que apenas sobreviven. Ese “leproso del siglo XXI” que a nadie importa, debiera empezar a preocuparnos ahora.

El hecho de que no haya dominicanos entre las víctimas de este incendio en ciudad Juárez nos produce un mínimo alivio, pero ya es hora de que la riqueza de unos pocos empiece a distribuirse de una manera equitativa, para que los pobres no tengan que elegir entre morirse de hambre si se quedan o morir en el camino si deciden emigrar.

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