Hace un mes tuvo lugar la primera sacudida. Los partidos políticos tradicionales pasaron a conformar la minoría en la Asamblea Constituyente que tendrá la encomienda de redactar y aprobar la nueva Constitución de Chile. Apenas 50 de los 155 constituyentes electos, militan en partidos políticos. En otras palabras, la nueva Carta Fundamental que regirá los destinos de la nación chilena será redactada por una mayoría conformada por independientes de izquierda, militantes sociales, ambientalistas, comunistas y un arcoíris de figuras antisistema, incluyendo a la Tía Pikachú, quién luchará por una educación de calidad y gratis, y a 17 representantes de los diez pueblos originarios, incluyendo a Francisca Linconao Huircapán -machi o autoridad religiosa del pueblo mapuches-, quien suena como una de las candidatas para dirigir la convención constitucional y quien reclama, entre otras cosas, que se reconozca a los indígenas como Primera Nación en la nueva Constitución Política y que el Estado chileno les devuelva la tierra y el agua que les robó.

Hace una semana, Perú vivió la suya. Pedro Castillo, un maestro de escuela rural, con ideas populistas autoritarias de izquierda que tomó prestadas del compendio redactado por Chávez-Maduro-Evo, fue votado masivamente por los Andes y el Sur antisistema. El próximo 28 de julio, asumirá la presidencia de Perú. Castillo, quien ha tildado de democrática a la dictadura encabezada por Maduro en Venezuela, es el líder de Perú Libre, un partido político de reciente formación (2016), de ideología marxista-leninista-mariateguista “izquierdista, no comunista”.

Todo apunta a que estas sacudidas repercutirán en las elecciones de Chile a finales de este año. Pamela Jiles, una periodista con dilatada experiencia en la comunicación y en los temas de la farándula nacional, posiblemente se enfrente el 19 de diciembre, en segunda vuelta, a Daniel Jadúe, un arquitecto descendiente de palestinos y candidato de Partido Comunista. Uno de ellos, a decir de las últimas encuestas, asumirá la Presidencia de Chile el 11 de marzo de 2022. Pero también en las que tendrán lugar en Colombia el próximo 29 de mayo de 2022 y en las que el exguerrillero y político de izquierda Gustavo Petro, candidato de Colombia Humana, prácticamente está corriendo solo en la carrera por la presidencia. Y finalmente, en Brasil. Aunque Bolsonaro afirma que sólo Dios lo derrotaría en las elecciones del 2 de octubre de 2022, todas las encuestas traen a Lula, con el cabello y la barba en blanco celestial, con una ventaja abrumadora para regresar como presidente de Brasil.

Algunos consideran que, a las sacudidas anteriores contra los partidos políticos tradicionales, debemos agregar la que tuvo lugar a mediados de 2019, cuando el sistema bipartidista de El Salvador, representado durante los últimos treinta años por ARENA y el FMLN, fue quebrado por la irrupción del ¿izquierdista? ¿derechista? populista, Nayib Bukele, candidato de la alianza GANA. Esta quiebra se acentuó con el triunfo arrollador de su movimiento convertido en partido, Nuevas Ideas, en las congresuales de febrero de 2021, triunfo que ha sacado a flote la vena autoritaria del presidente “millennial” salvadoreño.

¿Qué está sucediendo en América Latina? Estamos pagando el precio de asumir que los partidos políticos constituían las piezas fundamentales para armar y completar los rompecabezas de nuestras democracias. Ese supuesto errado posiblemente llevó a muchos partidos políticos tradicionales de la región a desconectarse de los intereses de una parte considerable de la población, específicamente, los votantes indígenas, los segmentos más pobres de la población, los recientes integrantes de la clase media temerosos de retroceder a su estadio anterior de pobreza, y los jóvenes que no les interesan los datos de crecimiento, ahorro e inversión pero sí la educación de calidad y, sobre todo, lo que hacemos las presentes generaciones para proteger el medio ambiente y garantizar la sostenibilidad, no de la deuda pública, sino del planeta que ellos heredarán. Lo anterior ha dado origen a una creciente crisis de representatividad de los partidos políticos. Los latinoamericanos han ido retirándole la confianza que habían depositado en ellos y decidido ensayar su sustitución por entelequias, agrupaciones y movimientos sociales con capacidad de llevar cualquier cosa, como reveló lo sucedido en Perú la semana pasada, a la presidencia de la República.

Si alguien tiene duda, deténgase un momento a observar la data anual (o bienal) que publica Latinobarómetro. Comencemos con Chile. Entre 1995 y 1997, la confianza de los chilenos en sus partidos políticos promedió un 31%. Entre 1998 y 2010, descendió a 20%, en línea con el promedio de la región. A partir del 2011, la confianza en los partidos políticos chilenos inicia una caída estrepitosa, bajando desde un 22% en el 2010 a 7% en el 2020. Es esa crisis de representatividad de los partidos políticos de Chile, tanto los de la derecha como los de centro-izquierda que se cobijaron bajo la sombrilla de la Concertación, la que da origen a este nuevo “Estado insurreccional”, que comenzará a escribir la nueva historia de Chile y que muchos ya presagian como la argentinización peronista de la economía de mayor progreso económico y social de la región en los últimos 40 años.

Si subimos a Perú, el patrón se repite, aunque allí, la confianza en los partidos ha sido tradicionalmente más baja que en Chile, lo cual podría estar siendo explicado por el hecho de que mientras en Chile solo el 12.8% de la población censada en el 2017 se autodefinió como indígena, en el caso de Perú lo hizo el 24.9% de todos los censados. En el período 1995-1997, la confianza en los partidos políticos peruanos promedió un 20%. En los años 1998-2016 descendió a solo 15%. A partir del 2017 cae vertiginosamente a 11% y se desploma a solo 7% en el 2018. Nadie debería rasgarse las vestiduras ante la elección de un “outlier” como Castillo montado sobre Perú Libre. Mucho más abajo, encontramos lo mismo. En el 2008, el 38% de los salvadoreños confiaba en su sistema bipartidista de partidos políticos; en el 2018, año previo a la irrupción de Bukele, había caído a 6%.
El cambio tecnológico, sin que pudiésemos reaccionar a tiempo, ha contribuido a la creación de otras entidades y agrupaciones que, gradualmente, han venido erosionando el monopolio que tenían los partidos políticos de la región como pieza fundamental de nuestras democracias. Estos últimos se desconectaron de la sociedad y ésta, como la naturaleza, “found a way” para que la escucharan, sin importar lo kafkiana o “macondesca” de la vía utilizada. Por un lado, El Salvador convirtiéndose en el primer país del mundo que autoriza el Bitcoin como moneda de curso legal. Y por otro, Chile convirtiéndose en la primera geografía del planeta Tierra donde la Constitución, como afirma Tomás Mosciatti, “se va a redactar a ritmo de las redes sociales”.

Los dominicanos, por el momento, seguimos confiando, aunque cada vez menos, en nuestros partidos políticos. Son ellos y sus líderes, los principales responsables del progreso económico y social que hemos ido tejiendo en los últimos 55 años. Pero debemos tener cuidado. Mientras en el 2013, la confianza marcaba un 31%, en el 2018 cayó a 14%. Si caemos en el error de creer que la batalla entre los partidos políticos es un juego de suma cero, en el sentido de que, si el contrario es destruido, nosotros ganamos, podríamos, sin proponérnoslos, estar abriendo las compuertas a entelequias sociales, “outliers” dotados de ignorancia y populistas autoritarios extraídos de cualquier botella, para que irrumpan en la contienda y asuman, sin ninguna carta de ruta, la dirección del destino de la Nación.

No nos engañemos. La destrucción del contrario, en política, casi siempre termina siendo un juego de suma negativa. Si optamos por recorrer el camino de la destrucción de nuestros partidos políticos, minando la confianza que los dominicanos depositamos en ellos, no descartemos situaciones como las que están llevando a muchos empresarios chilenos y peruanos a hacer maletas para mudarse a geografías donde todavía prevalece el sentido común y la racionalidad económica. Ojalá nuestros líderes políticos ponderen la conveniencia del juego cooperativo, uno que persiga el objetivo del desarrollo económico con equidad y sostenibilidad. Nuestros líderes políticos, pero, sobre todo, nuestros empresarios deberían percibirlo como la única opción sensata para que la República Dominicana siga brillando en esta región que ha tomado la decisión de abrazar el absurdo.

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