Es distinto creerse que se tienen los méritos para desempeñar cualquier función o poder reunir diplomas, y experiencias que sean evidencia de estos, a demostrar con acciones que más allá de la preparación académica, los dotes intelectuales o las posiciones desempeñadas, se reúnen las condiciones imposibles de certificar mediante un papel o representar en una calificación, para actuar con entereza, sentido de justicia y conciencia del deber.
Este desafío es aún mayor cuando se trata del ejercicio del poder, el cual embriaga, ensoberbece, ciega, torna sordo y lleva a muchos a confundirse en su éxtasis perdiendo la conciencia de su finitud, y a olvidar de que “no hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz”, como enseñan los Evangelios.

Y no solo se trata de la actitud de quienes detentan el poder, sino también de muchos otros que en aras de beneficiarse o de no perjudicarse, callan ante lo mal hecho o incitan a que se haga, o peor aún, entienden que por haber trabajado para que un partido o candidato obtenga la victoria o que, por ser familiar, amigo o haber sido compañero se merecen nombramientos en cargos, contratos o privilegios.

Actuar pensando en el interés común y no en el individual, asumir el costo político de decisiones difíciles pero necesarias, tratar de hacer lo correcto, perseguir lo justo, aplicar la ley de forma igualitaria para todos, muchas veces puede ser percibido como odioso, ser incomprendido y generar ataques, críticas y hasta extorsiones, pero esos enemigos circunstanciales serán siempre menos que los que a lo largo del tiempo valorarán lo bien hecho.

Nuestro país vive un momento importante de su historia en el que luego de muchos años de un partido en el gobierno que enriqueció a un grupo de forma visible y poco justificable, de propagarse rumores, de archivarse los pocos casos de corrupción perseguidos, de acumularse resentimientos y frustraciones, de poca apertura a la crítica, y algunas actitudes arrogantes, excluyentes y desconectadas del deber de rendir cuentas, una parte de la sociedad manifestó su disgusto marchando y los jóvenes despertaron protagonizando protestas, quienes ahora exigen consecuencias y celebran, quizás muy apresuradamente, que la anhelada Procuraduría General de la República independiente esté persiguiendo supuestos actos de corrupción.

Debemos estar conscientes de que así como el néctar del poder puede embriagar, la rabia de la frustración también puede nublar la razón y provocar desaciertos e injusticias, por eso más que nunca se requiere de sensatez, de templanza y de extrema rigurosidad para cuidar que los procedimientos se hagan con el más firme respeto a la ley, porque las garantías y los derechos fundamentales están para protegernos a todos, aun a aquellos que los atropellaron, y las necesidades de la persecución judicial por más loables que sean sus propósitos y más alarmantes los peligros, no pueden justificar la vulneración de estos, aunque esa haya sido la práctica común y se entienda aceptable en aras de alcanzar los objetivos, pues el valladar del debido proceso es el freno que cada ciudadano legítimamente aspirará a que funcione cuando sienta sobre sí o los suyos el peso de una acción judicial.

A veces tienen que suceder cosas malas para poder generar transformaciones y que emerjan otras mejores, pero debemos asimilar que la única forma de que estas perduren es dejando atrás culturas muy arraigadas, que no solo incluyen a las autoridades sino también a los ciudadanos, y tomando conciencia de que lo esencial no es demostrar que se tienen méritos para llegar al poder, sino que al salir, como nos enseñan las Memorias de Adriano, se haya podido probar que se merecía ejercerlo, y que el mayor reto será que a la reverencia o temor a la autoridad, le suceda el premio del respeto ganado.

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