Mañana se cumplen 131 años del natalicio del tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina, considerado uno de los dictadores más sanguinarios del hemisferio occidental.

Pero más allá de los asesinatos políticos y los vejámenes que se cometieron en contra de sus adversarios, Trujillo siempre ha sido el ejemplo perfecto de lo que significa un narcisista en el ejercicio del poder.

En la obra “Trujillo visto por un psiquiatra”, escrita por el especialista José Miguel Gómez, este describe al sátrapa como un ser profundamente antisocial.

«Era un tipo de antisocial diferente, pues en su personalidad llevaba consigo otros rasgos importantes como son el narcisista, histriónico, el obsesivo, paranoide, con un aprendizaje social y de influencias políticas”, señala Gómez en su libro.

Trujillo es considerado un narcisista y megalómano.

Y es que Trujillo adoraba impregnar su marca en cada estamento de la sociedad dominicana.

El culto a la personalidad del «Jefe» llegó a ser tan ridículo que sus acólitos no solo se conformaron con cambiar el nombre de la capital dominicana por Ciudad Trujillo; sino que también las iglesias, escuelas y hasta el hogar de cada dominicano tenía que sentir la presencia del tirano de una o cualquier manera.

Aquel cambio de nombre de Santo Domingo a Ciudad Trujillo fue promovido por el entonces presidente del Senado, Mario Fermín Cabral, bajo el alegato de que el dictador reconstruyó la capital luego de las devastaciones del huracán San Zenón en septiembre de 1930.

Sin embargo, nada le era suficiente. En las misas, su nombre tenía que ser vociferado como parte de los acuerdos entre el sátrapa y la iglesia, sin resaltar que las placas con el lema «Dios y Trujillo» yacían en las paredes de todas las instituciones del país.

Trujillo y la Iglesia mantuvieron una relación muy profunda durante el largo periodo dictatorial.

Otros mensajes con su imagen inmaculada adornaban las salas de cada hogar dominicano bajo la frase de subyugación: «En esta casa Trujillo es el Jefe».

En el caso de la educación, la generación de 1930 a 1961 estuvo atrapada por sus limitaciones. Sobre todo cuando hasta los útiles escolares tenían pegado el nombre de Trujillo en sus diseños.

Las estatuas, las tapas cloacales de las avenidas y los nombres de las calles eran el mismo: Trujillo.

Una de las tantas estatuas de Trujillo que serían derribadas después de su ajusticiamiento.

Trujillo estaba en todas partes. Y si no era él quien resultara el honrado con alguna designación, pues el honor era traspasado a uno de sus familiares debido a «aportes imaginarios» a favor del pueblo doninicano.

Títulos, medallas y largos aplausos eran parte de su alimento. Y es que hasta la escritura de los principales periódicos de la época tenían que derramar tintas de adulaciones para no ser aplastados por la maquinaria trujillista.

La prensa jugó un rol determinante en la tiranía como mecanismo de manipulación y control de masas.

A tal punto de que «el generalísimo de los Ejercitos, Padre de la Patria Nueva y Benefactor de la Patria, Dr. Rafael Leónidas Trujillo Molina» debía ser escrito con todo sus honores; de lo contrario se estaría cometiendo un crimen atroz.

El mundo del arte y espectáculo no era indiferente ante la sed de narcisismo que poseía el dictador, más allá de la propaganda que igualmente era aprovechada por el régimen.

Temas musicales como la «Era gloriosa», «San Rafael» y «Seguiré a caballo…», fueron algunas de los decenas de canciones que le dedicaron al tirano. Incluso cantantes que posteriormente renegarían de sus repertorios trujillistas luego de que ajusticiaran a Trujillo y cayera la dictadura.

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