En la biblia Adán y Eva pudieron elegir no tomar la manzana prohibida, antes de alegar que se les atravesó rodando y no tuvieron otra opción que recogerla. A nadie se le hubiere ocurrido desligarlos de su responsabilidad y atribuirle su desliz a una mala crianza.

Sí, es cierto que la educación doméstica (o más bien, su ausencia) es la causante de los grandes males de la humanidad, pero no se puede descargar al individuo de los efectos de sus acciones para endosárselas a sus progenitores. Siempre habrá un resquicio de conciencia propia sin que se tenga que apuntar a quienes lo trajeron al mundo como los culpables de malas artes de sus hijos.

La libertad entre obrar de manera correcta o torcerse en el camino pertenece a cada cual; a un padre le corresponde trazarle la ruta, pero no recorrerla por quien debe transitarla a su cuenta y riesgo, como mejor pueda y con las instrucciones dadas. Hasta ahí es que debería llegar su obligación, si se pierde en el camino, no fue por falta de brújula, si no, por no querer utilizarla.

No parece justo excusar un comportamiento desviado porque en algún momento al individuo se le propinó una reprimenda, para pretender extender su impacto 20 años después. Un trauma es mucho más que un castigo en un momento dado o la habitualidad de restricciones; el que ha optado por descarriarse lo ha consentido así, es su elección.

Se tienen los hijos, se les forma y se les encausa, pero no hay que cargar eternamente con sus errores e inconductas, cual Cirineo con la cruz. Parte de ser adulto es, precisamente, comprender que toda actuación, buena o mala, trae sus consecuencias y que se es dueño de sus acciones, pero esclavo de sus resultados.

Ese cargo de conciencia de los padres -enraizado por la sociedad, justificada por los especialistas y azuzada por el mismo promotor- no es más que la insistencia en exonerar al que ha cometido la falta para buscar una respuesta fuera de él e imputarla a los que ya hicieron lo propio hasta la mayoridad.

Entonces, se les ayuda a nacer, crecer, discernir, pero a la hora de la verdad, no hay que buscar más allá del que quiso hacerlo a su manera, dar espalda a lo enseñado y preferir lo peor. Un buen padre no es el que se solidariza con los tropiezos de su hijo para ayudarlo a restablecerse cada vez; en cambio, es el que mira desde la distancia y espera que se levante solo, porque ya antes le habrá enseñado cómo hacerlo.

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