Una de las cosas por las que estoy en deuda, tanto con Víctor Hugo como con Balzac, pero sobre todo con Víctor Hugo, es por haberme permitido conocer uno de los lugares más escabrosos e interesantes y peligrosos del París del siglo XV y haber salido de ese lugar con vida, vivir para contarlo, aunque con el corazón en la boca.
Fue algo casual, no planificado, que me tomó de sorpresa y me llenó de espanto. Yo había asistido, invitado por Víctor Hugo, a la Gran Sala del Palacio de Justicia durante la Fiesta de los locos a la presentación de una obra de Pierre Gringoire que fue del completo desagrado del público y quizás hasta del mismo autor.
En cambio la coronación de Quasimodo como Rey de los los locos fue todo un éxito. El caso es que Pierre Gringoire, que en la novela de Víctor Hugo es un poeta y filósofo y dramaturgo un poco menos que mediocre, salió del lugar con el moco para abajo, deprimido, triste, y empezó a deambular por París. En algún lugar se encuentra con la bella gitana Esmeralda, bailando cerca de una fogata, y cae de inmediato bajo su hechizo. Pierde como quien dice la razón y empieza a seguirla, pero la tarea no resulta fácil. La gitana se disimula, se escabulle entre los pliegues de la noche por unos intrincados callejones que conoce de memoria. Yo los seguía a los dos, página tras página, de derecha a izquierda, y empezaba a no gustarme la cosa. Página tras página me iba poniendo más nervioso y tenía razón para estarlo. Como lector yo también corría peligro. Podía sucederme lo que al tipo aquel de Continuidad de los parques, un relato de Cortázar en que el lector termina siendo víctima del personaje del relato que está leyendo.

Gringoire encontró a la gitana en el momento en que dos malvivientes intentaban raptarla y en cuanto quiso intervenir lo pusieron fuera de combate. Cuando se despertó veía estrellitas, se sentía desorientado y desamparado. Y lo peor de todo es que no estaba solo.

Se encontraba en un sucio callejón “desempedrado”, “fangoso”, en el que de “trecho en trecho (…) “rastreaban no sé qué masas vagas é informes”.

Una de esas cosas “no era ni más ni menos que un miserable lisiado sin piernas, que andaba sobre ambas manos, como una zancuda herida que no tiene mas que dos patas. Cuando pasó por junto á aquella especie de araña con semblante humano, alzó el pordiosero hacia él una voz lamentable.—¡La buena mancha, siñor! ¡la buona mancia!”.

El pordiosero le pedía o exigía limosna en italiano y Gringoire no entendió una palabra y lo mandó al diablo.

Más adelante encontró a otro pordiosero, “un tal tullido, cojo y manco á la vez, y tan manco y tan cojo que el complicado sistema de muletas y piernas de madera que le sostenían, hacíale parecerse á un maderámen puesto en movimiento”.

Aquel desgraciado “le saludó al paso colocando su sombrero al nivel de la barba de Gringoire, como una bacia de afeitar, y gritándole en los oídos:—Señor caballero, para comprar un pedazo de pan”.

Esta vez le pedían limosna en español y Gringoire tampoco entendió. “Quiso apretar el paso; pero por tercera vez un informe objeto se le puso delante. Aquel objeto, ó más bien aquel individuo, era un ciego, un cieguecito pequeñito, de cara hebrea y barbuda, que remando en el espacio con un palo y llevado a remolque por un perrazo, le dijo con acento húngaro: ¡facitate caritatem!”.

El pordiosero hablaba “una lengua cristiana”, pero Gringoire “volvió las espaldas al ciego y prosiguió su camino” y de repente ocurrió un milagro:

“…el ciego apretó el paso detrás de él, y fue la diablura mayor, que también el tullido y el lisiado sin piernas sobrevinieron cada cual por su lado con gran premura y ruido de voces y muletas. Y luego todos tres tropezando unos con otros detrás del pobre Gringoire, empezaron á cantarle su canción:

“— ¡Caritatem! -cantaba el ciego.
“— ¡La buona mancia! -cantaba el hombre—araña.
“Y el cojo levantaba la frase musical repitiendo:— ¡un pedazo de pan!
“Gringoire se tapó las orejas:— ¡Oh torre de Babel! exclamó”.
Sin saber qué hacer, el desgraciado Gringoire se echó a correr y de inmediato ocurrió otro milagro:

“El ciego, el cojo y el lisiado sin piernas corrieron también. Y a medida que iba internándose en la calle, nuevos lisiados, ciegos y cojos pululaban en torno de él”, lo asediaban “mancos y tuertos y leprosos con sus llagas”, que salían de sus casas, “ de los respiraderos, de los sótanos, aullando, chillando, ladrando (…) cayendo y levantando, arrastrándose hacia la luz y hundidos en el lodo, como babosas después de la lluvia”.

¡Donde diablos nos habíamos metido.Gringoire no lo sabía, ni yo tampoco. “El ciego, el cojo y el lisiado sin piernas” corrían más rápido que él.

“Gringoire, acosado por sus tres perseguidores, y sin saber en qué diablos pararía todo aquello, iba sofocado en medio de todos, costeando los cojos, saltando por cima de los que iban á rastras, hundidos los pies en aquel hormiguero de avechuchos, como cierto capitán ingles que se metió en un rebaño de cangrejos.

“Ocurrióle entonces la idea de volver atrás, pero ya era tarde: toda aquella legión se había cerrado detrás de él, y sus tres mendigos no le soltaban. Continuó pues su camino impelido á la par por aquel irresistible torrente, por el miedo y por un vértigo que le hacia ver todo aquello como un horrible ensueño.

“Llegó por fin á la extremidad de la calle, la cual desembocaba en una inmensa plaza, donde oscilaban mil luces confusas entre la vaga niebla de la noche. Entró en ella Gringoire, esperando sustraerse con la celeridad de sus piernas á los tres espectros inválidos, que le tenían asido por el cogote.

“— ¿Adónde vas, hombre? gritó el cojo arrojando las muletas y corriendo tras de él con las dos mejores piernas que trazaron jamás un paso geométrico en el suelo de París.

“Y el que andaba á rastras, ora derecho sobre sus pies, ceñía á Gringoire en torno del cuello los trapos y tablas sobre que se arrastraba, y el ciego le miraba de hito en hito con ojos reventones.

“— ¿Dónde estoy? dijo el poeta estupefacto.

“— En la corte de los milagros, respondió un cuarto espectro que acababa de agregarse á los demás”.

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