En cada niño con autismo vemos una mirada que muchos califican de “perdida”, pero que en realidad está llena de inocencia, atrapada en un mundo distinto, lleno de colores, texturas y emociones intensas.
Ellos ven en cada persona un posible amigo, porque no conocen la maldad, el desprecio ni la manipulación.
No saben reconocer el peligro, porque su corazón está hecho de pura bondad.
Y esa es precisamente la principal preocupación de las madres y padres de los niños azules: el temor de no poder proteger a sus hijos de un mundo que puede ser profundamente cruel.
Cruel, porque a los niños con diferencias se les califica como “anormales”, “retrasados” o “retardados”, y se perpetúan etiquetas deshumanizantes que no hacen más que aislarlos.
Porque en nuestro país, lamentablemente, se valora más la apariencia de normalidad que la esencia de la diversidad.
Aunque suene duro y doloroso, muchas veces no somos capaces de aceptar a las personas con sus diferencias, porque intentamos forzarlas a adaptarse a nuestro molde.
Queremos que ellos cambien para encajar, cuando en realidad son ellos quienes vienen a enseñarnos una valiosa lección sobre humanidad: sobre la empatía, la compasión y la capacidad de ver el mundo desde otros ojos.
Hoy, mientras hacía un recorrido en el Metro de Santo Domingo, miré a los ojos a un niño en medio de una crisis sensorial. Su mirada estaba desconectada de su entorno, atrapada en un espacio seguro para él.
A su lado, su madre intentaba contener la situación con serenidad, mientras los comentarios a su alrededor no tardaban en aparecer: “Estos niños de ahora son unos malcriados”, “En mis tiempos los papás solo miraban a los hijos y ellos sabían”.
Ese momento me reafirmó algo que ya sabía: somos rápidos para juzgar, pero lentos para entender. Nos falta empatía y, sobre todo, conocimiento.
Nuestra sociedad es experta en señalar, pero casi nunca se detiene a preguntar, a ayudar, a acompañar. Y detrás de cada niño con autismo, hay una familia que lucha todos los días contra el estigma, el rechazo y la falta de apoyo institucional.
Desde el análisis realizado en mi tesis de maestría sobre la concienciación del autismo como eje para una inclusión real, evidencié que uno de los principales retos que enfrentan las familias es la invisibilización de sus necesidades. No solo a nivel social, sino también en el plano educativo, de salud, y laboral.
En muchos casos, las políticas públicas no alcanzan, son insuficientes o simplemente no existen.
Por eso, hoy levanto nuevamente la voz para hacer un llamado urgente a las autoridades:
Que se implementen programas de formación y sensibilización sobre el autismo no solo en el ámbito educativo, sino también en el transporte público, los servicios de salud y la administración pública.
- Que se garanticen diagnósticos tempranos, acceso a terapias integrales y acompañamiento psicológico para las familias.
- Que se promuevan políticas de inclusión real, con recursos, presupuesto y voluntad política.
- Y, sobre todo, que se escuche a las madres y padres que diariamente enfrentan este desafío con valentía, pero también con agotamiento y, muchas veces, en soledad.
Y por eso quiero que la gente piense ¿Dónde está la empatía?
Está en cada gesto de comprensión. Está en cada espacio que se adapta, en cada mirada que no juzga, en cada palabra que acompaña.
Está en nuestras manos construir una sociedad que no excluya a quienes más necesitan ser incluidos.