Hasta la publicación de “Cien años de soledad”, de “El coronel no tiene quien le escriba” solo se habían vendido varios cientos, no había tenido reseñas importantes en los medios y era solo valorado por un puñado de amigos incondicionales del autor.

El libro es una fotografía de inicios del siglo XX colombiano: tonos grises y rostros tristes con la violencia como fondo.

“El coronel no tiene quien le escriba” es una gran novela, más aún por lo que no dice. Su brevedad y utilización cronométrica de las palabras insinúan mucho. Y esta es quizá una de las fortalezas de la obra: parecería que el ambiente opresivo y decadente que describe no puede expresarse sino con ese lenguaje preciso y conciso. Por esto, entre los trastos del café, la olla oxidada del fogón y el insoportable calor de octubre, vemos claramente la miseria de un mundo sin sostén ni rumbo que resiste el oprobio aferrado a la incierta esperanza.

El héroe es un resignado coronel que durante cincuenta y seis años, semana tras semana, cada viernes, “no había hecho otra cosa que esperar” su pensión de veterano de la guerra civil, que no llegaba. Una espera larga y angustiosa, pero resistida con estoicismo.

La crisis del coronel y su mujer no es solo económica, es también moral, y no es sólo de ellos, es del pueblo. Al ver desmoronarse los valores sobre los que estaba construido su mundo y establecerse uno distinto: sin normas, sin respeto, sin honestidad.

Pocos libros de García Márquez quedan tanto en la memoria como este. Tras la última página pensamos en la crisis existencial y la falta de expectativas de los habitantes del pueblo, el poco respeto en el manejo de los fondos públicos y la falta de sentido de la historia que embarga sus personajes.

Muchos autores, García Márquez entre ellos, afirman de la importancia capital del primer párrafo en sus obras, al extremo que, según ellos, a veces duran más en la redacción de este primer párrafo que del resto del libro. Así hay inicios memorables. Sin dudas el quijotesco “En un lugar de la Mancha…” ocupa el primer lugar. O el “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”, del mismo García Márquez en “Cien años de soledad”, es muy especial y se graba en la memoria del lector.

Ahora bien, qué decir de los finales de novelas. El de esta, por ejemplo, es inolvidable. Luego de una discusión en la cama entre el coronel y su mujer y ante la posibilidad de que el gallo pierda “la pelea” que hará más ligera la dura carga de la pobreza y la negativa del coronel de venderlo, la mujer –siempre tan racional-, agarrándolo por el cuello de la franela y sacudiéndolo le pregunta: “Y mientras tanto qué comemos…Dime, qué comemos”.

Para responder esta increpación el coronel “necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
-Mierda”.

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