Históricamente, con cada proceso electoral, aumenta el número de ciudadanos deseosos de escuchar las propuestas de los candidatos y las bases o causas en las que se fundamentan. Pero a despecho del abuso promocional que maltrata la apariencia de plazas, ciudades y carreteras, nada de sustancia se extrae de sus discursos y esa es causa, no la única, del desengaño periódico de los electores con sus “líderes”.
La mayoría de ellos, incluso quienes tienen largos ejercicios en el Congreso o en la vida municipal, actúa sin plena conciencia de las responsabilidades adquiridas con el voto ciudadano. Y, peor aun, no he visto la intención en muchos de ellos de reciprocar el favor del voto, con el que adquieren ventaja sobre futuros oponentes, con privilegios, como es el caso de los legisladores con fondos auto asignados con el pretexto de una ayuda social, que no encaja en las funciones de un congresista.
¿Saben por qué? Simplemente porque muy poco les importan los deberes implícitos a las posiciones que aspiran asumir y su compromiso se reduce a ajustarse a la línea de obediencia partidaria que se les trace, aun en situaciones en que el deber con la nación y el bienestar de la sociedad deberían estar primero.
La mayoría concurre a las urnas sin conciencia plena del valor que ese acto cívico representa. Vota sin saber plenamente por quién lo hace. Y a causa de ello, cuando esos políticos asumen sus cargos no se sienten obligados a ningún compromiso pura y simplemente porque los ciudadanos no se lo exigieron mientras luchaban por el puesto. Es preciso entonces empezar a cambiar esta deplorable situación de la que se desprenden muchos de los males que aquejan la vida política nacional. No podemos esperar que las cosas mejoren y los funcionarios respeten los derechos ciudadanos y, como es su obligación, defiendan los intereses de la colectividad, si seguimos votando como borregos.