El corcho es un material ligero y flexible de múltiples usos. ¿Quién le diría a ese noble material que sería comparado con quien logra permanecer a flote ante cualquier escenario y que, sin importar las circunstancias, consigue permanecer arriba? Uno que es voluble como el aceite sobre el agua y llevadero como una hoja movida al vaivén de los vientos. Un versátil bailarín bajo la batuta del maestro de la sinfonía de turno que sorprende por su capacidad de ir, de lo clásico a lo moderno, según le ordenen sus necesidades.

Tan auténtico como una papeleta de $300, se adapta y mimetiza en su entorno, sin identidad fija ni ideas propias. Hace lo que piensa se espera de él y cualquier cambio lo asume sin el menor temor al qué dirán. Puede ser cristiano practicante, pero si es necesario y aporta a su causa, se convierte sin sonrojo en ateo convencido.

La dignidad se la deja al que tiene principios y es la envidia del camaleón porque cambia su color a conveniencia y en el tono que le pidan, de acuerdo al tronco en que se pose y del que extraiga la sabia. Adaptable al máximo, se transforma en lo que el otro quiera que sea y se considera a sí mismo práctico, pero nunca desleal. Detecta rápidamente las preferencias del que pretende impresionar para transformarse en su sombra, buscando que su presencia sea tan necesaria que se convierta en imprescindible. Es una fuente inagotable de adulación y sus tácticas de supervivencia harían palidecer al mismo Maquiavelo.

Como buen corcho, estará arriba con los del tope, no pierde tiempo con los que no estén en la superficie, que a las profundidades vayan otros a los que el hierro de su conciencia los mantiene en el fondo. Preserva su puesto y la simpatía de los superiores por tiempos inmemoriales porque es perspicaz identificando qué les envanece y les alimenta el ego para proporcionárselos a granel, como un dulce a un diabético. Por eso, asciende vertiginosamente dejando atrás a otros con mayores merecimientos que languidecen sin entender por qué ellos no y él sí. Desconocen que lo que le falta de preparación al sujeto trepador, le sobra en sagacidad y malas artes para llevarse de encuentro cualquier prurito que obstaculice sus propósitos.

Con el pretexto de la fidelidad, garantiza su posición con oportunismo bien trabajado bajo un celofán de mucho descaro. Borra de su memoria anteriores incumbentes, a los que les retira el saludo (no el afecto porque nunca se lo tuvo), para él son invisibles e inservibles, a menos que hubiere algún resquicio de retorno. Vive el pragmatismo en su máxima expresión, para él solo existe el aquí y el ahora, es de memoria corta y de ambición larga. Ese síndrome abunda en muchas esferas y el único antídoto para erradicarlo es que su destinatario sea más astuto que él y le impida morar en sus aguas.

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