Un famoso cuento de Christian Andersen relata la historia de un rey que estaba siempre preocupado por su apariencia, al que dos charlatanes le ofrecieron fabricarle un traje espectacular que solo podría ser visto por aquel que no fuera estúpido o incapaz para su cargo. Para asegurarse, el monarca manda a sus hombres de confianza a observar mientras preparaban la vestimenta quienes, para no contradecirlo ni tampoco admitir su torpeza, hasta la elogiaron, a pesar de no verla.

Llegado el día y ante el pueblo que conocía de la advertencia, desfiló orondamente con la obra fingida recibiendo los vítores de los espectadores que lo alababan para no denotar ignorancia, hasta que un niño en su inocencia exclamó: “¡Pero si va desnudo!”. A partir de ese momento, todos se percataron de su error y admitieron que ciertamente no llevaba nada puesto. Sólo bastó una voz que se atreviera a mostrar la realidad.

Y es que habrá mentiras piadosas, mentiras blancas, medias verdades, realidades disfrazadas o acomodaticias; pero, al final, no corresponden a lo auténtico. Una falsedad repetida muchas veces no por eso se hace verdadera. Por más versiones repetidas entre múltiples emisores e interlocutores, su exageración o constante réplica no las convierte en ciertas, pero sí en calumnias, libelos o lisonjas.

Aunque una situación inexistente fuera creída por incautos o reproducida por maliciosos, divulgar de lo que no se tiene certeza es convertir algo que no habrá pasado en un evento con visos de haber ocurrido.

Detener la vorágine del embuste solo se logra con el muro de la sinceridad y la valentía que debe tenerse para afrontarlo, es suficiente con no hacer rodar más el hilo y resistirse al entusiasmo de hacer resonancia de lo que nunca se ha comprobado.

Oír lo que se quiere de quienes dirán lo que convenga es un acto, más que de evasión, de cobardía, comodidad y desidia para cerrar los ojos ante lo evidente. Por eso, todo detentador de algún poder debe detenerse, bajarse de su pedestal y colocarse al nivel del niño porque solo este -y no sus adláteres- le dirá francamente: “¡Estás desnudo!”. El infante no tendrá reparos en decirlo, está en que el otro esté dispuesto a escucharlo.

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