El legislador francés fue muy sabio al establecer en un precepto legal -recogido por la Ley No. 834 del 15 de julio de 1978 dominicana- que no hay nulidad sin texto y, sobre todo, no la hay sin agravio. La razón de ser de tal disposición es salvaguardar lo que es legítimamente fundamental, por encima de lo superficial.

La máxima jurídica persigue que lo frívolo no prevalezca sobre lo esencial para preservar el interés jurídico y la prerrogativa que subyace tras él, en procura de evitar que un acto procedimental se declare sin efecto por alguna irregularidad, si nadie se ha visto afectado ni se haya ocasionado un perjuicio a quien la invoca. En resumidas cuentas, es no sacrificar al sujeto por el objeto, priorizando lo trascendental.

A pesar de que este principio da preferencia a lo verdaderamente importante, en muchos procesos administrativos y judiciales se insiste en apostar a lo insignificante y distraerse en lo aparente, se descuida lo sustancial que es el derecho, como bien jurídico a respetar, por encima de las formalidades. Con la perniciosa práctica de irse por la tangente con nimiedades se está guardando el proceso olvidándose del procesado.

Los argumentos pueriles bajo el pretexto de cumplimiento legal atentan contra valores tan sagrados como la justicia, postergan su aplicación y son la principal causa de múltiples envíos que entorpecen el desenlace que la sociedad reclama. El juez no puede estar encarcelado entre normas que le impidan avanzar y se precian de mantener el debido proceso o enredado en una maraña de enunciados legales. Elegir la apariencia a lo que debe ser constituye un ejercicio cosmético que despoja a la norma jurídica de su racionalidad y eficacia. El excesivo garantismo está estrangulando el derecho, cuando se da preferencia a lo de fuera y se olvida que lo fundamental está por dentro.

No puede ser posible que el derecho conculcado esté envuelto en varias capas de papel de celofán que impidan llegar al corazón para cuyo latir se ha acudido a los tribunales. Que la búsqueda de hacer valer una facultad se haya convertido en un laberinto de requisitos que, lejos de proteger al interesado, lo alejan de su pretensión. Habría entonces que cuestionarse la utilidad de una disposición si, aunque atractiva a la vista, solo obstaculice su cometido; es hora de quitarle a la diosa Themis la venda de los ojos para que vea mejor.

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