La independencia es una condición indispensable que deben exhibir los funcionarios judiciales para que sus decisiones estén desprovistas de compromisos. Como representantes de la sociedad, se exige su imparcialidad y que sean libres, soberanos y autónomos, sin ataduras de ninguna índole. Pero, ¿es eso posible? ¿Acaso existe ese ideal de individuo impoluto, ajeno a lo que le rodea e inmune a toda influencia?

En un país donde todo el mundo se conoce, es familia o relacionado, esa equidistancia es poco menos que imposible. Vivimos en una aldea en que todos estamos unidos a menos de seis grados de separación, por coincidir en los estudios (primarios o universitarios), amigos, deportes o aficiones, lugares frecuentados o el barrio; basta una conversación superficial para encontrar ese punto de conexión.

En un ambiente hiperinformado es improbable que un juez no se encuentre imbuido en las redes (activas e indetenibles 24/7), influenciado por los medios de comunicación o bombardeado por todo tipo de opinión, interesada o no. Salvo se mude a Júpiter, nada impedirá que perciba las impresiones del resto cuando acuda a la barbería, el supermercado, vaya a lavar su carro o al salón de belleza. Como no vive en una burbuja, es inevitable que sea abordado por los autodenominados expertos en temas de actualidad que emitirán su parecer. Ese entorno, junto al bagaje de su crianza, influencia paternal, educación, amistades y hasta pareja escogida, van formando -de manera consciente o no- su convicción y su forma de percibir el mundo, colocándolo en ciertas posturas, más emocionales que jurídicas. Entre radicales conservadores y flexibles vanguardistas.

Un magistrado no es un marciano ni un semidiós (aunque es lo más parecido a uno en la tierra) que desde el olimpo elige lo que considera está bien y desecha lo que cree está mal; en cambio, es un ciudadano común con las mismas inquietudes, inseguridades e indecisiones que cualquiera, pero con la vista de todos sobre él y su comportamiento. Se desvela por los mismos motivos que la media y también le preocupa cómo terminar el mes para cubrir sus necesidades, sin afectar su dignidad, la educación de sus hijos y la estabilidad de su matrimonio. Ni santos ni demonios.
Visto así, todo es relativo y tal libertad de opciones es quimérica, un juez es lo que los golpes de la vida han bruñido en su temperamento, su carácter, sus simpatías o lógicas inclinaciones, es el resultado de sus experiencias, desaciertos y personalidad, buena o mala. Ahora bien y aun en la diversidad, de lo único que no puede darse el lujo de independizarse es de los principios, los valores inculcados y el dictamen implacable de su conciencia.

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