Observar el juego siempre ha sido fácil. La distancia que aporta el no estar jugando, nos da una perspectiva general de la realidad y vemos clara y fluidamente la solución al problema planteado. El asunto está en jugar. El estar en posición de decidir lo que se debe hacer, con la presión que representa para la victoria individual o colectiva nuestra decisión. Ahí, muchas veces, la realidad abruma.
Por eso se debe tener cuidado al criticar, desde las gradas, al que juega. Dentro del juego la visión del jugador es limitada, no es panorámica. Y esto no solo aplica para los deportes. Obviamente, siempre habrá reglas generales que deberían seguirse, pero estas, válidamente, pueden romperse si es necesario para la realización de la estrategia, y como esta solo la sabe el jugador, o el dirigente si es un equipo, se debería esperar el desenlace final para los comentarios.

En ajedrez, por ejemplo, se debe intentar dominar el centro del tablero, mover las fichas de forma armónica, no sacar muy rápido la reina y quitar al rey del centro, enrocándolo. Sin embargo, ¿podríamos criticar a Magnus Carlsen si no sigue estas pautas? Bueno, no todo el mundo es el campeón del mundo, pero todos podemos ser creativos, por eso debemos esperar, siempre, antes de la crítica. Y, si esta se produce, intentar que sea constructiva.
Una vez, mientras esperaba mi turno, dentro del salón de audiencias donde se conocen las medidas de coerción en el Distrito Nacional, presidiendo el juez José Alejandro Vargas, vi un abogado con lo que parecía una estrategia equivocada, pero que la decisión justificó. El proceso era por supuesta violación a la Ley 50-00 (Drogas y Sustancias Controladas), el juez, al inicio del proceso, le dijo al encartado que lo había visto antes en el tribunal y este le respondió que sí, que los policías parece le querían hacer un daño, porque él no les daba dinero. El juez abrió formalmente la vista. El Ministerio Publico leyó su solicitud y concluyó pidiendo prisión preventiva. El abogado de la defensa apenas habló. Entonces, el juez le dio la palabra al encartado, para una manifestación final. Se paró y dijo que vendía flores en la calle para mantener a su abuela, enseñó las manos, habló de la otra vez que estuvo frente al juez y dijo que no podía darle el dinero de su sudor a los policías. El juez hacía ademanes de decidir, bajando la cabeza para escribir su decisión en el folder de la medida, pero el encartado lo interrumpía, presentando más argumentos con increíble soltura y coherencia. El juez levantaba la cabeza, no escribía y lo escuchaba. Eso se repitió varias veces.
Al final le impuso una garantía económica de posible cumplimiento. Al juez le gustaban los hechos y escuchar a los encartados, ante una historia creíble y un cliente elocuente, el abogado decidió casi no hablar y dejar argumentar al encartado.
Detrás, los demás imputados miraron aquello y cuando el vendedor de flores bajó de estrados, gritaron al unísono: ¡Ese es preso y abogado, ese es preso y abogado!

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