La lectura del Domingo de Ramos, como preludio a la pasión de Cristo, representa una interesante reflexión, por el contraste de lo ocurrido días después: El Salvador, reverenciado por la multitud, luego fue vituperado por esa misma gente, cuando Pilatos les pidió elegir entre Él y Barrabás.

El desenlace es conocido: La crucifixión de Jesucristo, aclamada por los seguidores que le habían profesado admiración antes. La negación de Pedro y su arrepentimiento es sólo un reflejo de la verdadera naturaleza humana.

Siglos después y guardando las distancias, la historia se repite cíclicamente. Tiranos como Hitler, idolatrado con fervor por muchedumbres cuya fidelidad sirvió para su permanencia en el poder, luego fue repudiado por esos que lo defendían ciegamente.
En nuestra América mestiza recordemos a Pinochet, Somoza o Duvalier, que fueron adorados hasta el paroxismo y rechazados luego, con la misma pasión.

Basta rememorar la nefasta era de Trujillo, anclada por treinta años, no sólo por el temor infundido, sino por la admiración desmedida de muchos dominicanos al tirano. Aunque se valió de los métodos más sanguinarios para sofocar cualquier disidencia, también un sector importante de la época con su actitud de genuflexión permitió que continuara sembrando terror por tanto tiempo. Esos mismos salieron a destruir bustos después y a renegar de esa devoción.

La política lo demuestra de manera descarnada. Ese otrora candidato triunfal con porcentajes extraordinarios de simpatía entre la población, años después es convertido en poco menos que un paria por los mismos que le dieron su apoyo irrestricto y le profesaron absoluta fidelidad. Para muestras varios botones en el ramillete de éxitos e infortunios. Luego, los que lo siguieron terminan haciéndolo con otros, a quienes también abandonarán.

La veleidad de los afectos de la colectividad se muda con pasmosa facilidad, en la misma medida que las cuotas de liderazgo. Lo vemos hasta en los puestos gerenciales, desde la gran corporación, hasta el cargo gremial más insignificante; la multitud seguirá al vigente, según sea su conveniencia, como condición humana habitual, olvidando con rapidez al anterior.
Ese mimetismo es un comportamiento repetitivo que, si bien crea cohesión hacia un objetivo común, también cambios repentinos en las preferencias originales de un conglomerado. Es ese hilo invisible que ocasiona furor en los promotores de un linchamiento y repulsión entre ellos mismos. Es ese efecto multiplicador que provoca la falsa creencia de que, si todos lo hacen, es correcto, despojándonos de identidad, principios y coherencia para tomar decisiones, conforme nuestra conciencia y convicciones.

Esa tendencia de manada sin ideas propias nos convierte en una masa inerte que no puede distinguir dónde termina la decisión individual y comienza la de otros. Sin embargo, sin un Duarte con pensamiento diferente, hoy no tendríamos patria, él también fue víctima del abandono de los mismos que lo catapultaron. Lo cierto es que, mientras la culpa sea de todos, no lo será de nadie.

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